Algunas rarezas para lo que queda de verano

Algunas rarezas para lo que queda de verano

Ya los días de verano se dirigen con rigurosa disciplina hacia el ocaso, así que se acabó lo que se daba. Por eso es bueno acordarse de un breve ensayo del filósofo Clement Rosset en el que se ocupaba de la música. En El objeto singular afirmaba con rotundidad que la música es lo más ajeno que existe “a la realidad evocada por las palabras”. La música no da cuenta de nada, no representa nada, no se refiere a nada, no comenta ni describe nada, no traduce; la música simplemente es. Escribe Rosset: “Irrupción de lo real en estado bruto, sin posibilidad de acercamiento por medio de la representación: tal es el efecto musical y la razón de su potencia particular”.

Por decirlo de otra manera: se entra en la música como quien se tira a la piscina. Es como ir al fondo donde palpitan todos los secretos, o ser poseído por una corriente que te arrastra vaya usted a saber dónde. Por eso, seguramente, el verano es un buen momento para dejarse arrebatar por esa experiencia tan singular y, al mismo tiempo, tan intensa. Es fácil estar en disposición, salvo para quienes están peleando por un rinconcito en una playa atestada o para los que padecen esos bofetones de ruido propios de los lugares de moda, ahí a la vera del mar. Dichosos los que permanecieron en casa o los que buscaron un lugar apartado: para ellos está reservada la música. Solo tienen que dar un salto.

Hace muy poco se publicó un curioso y delicioso bocado para esta época de descanso: Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro. La selección y la presentación son de María Salís y los textos cubren un amplio periodo de tiempo, desde 1766 hasta prácticamente anteayer.

Uno de ellos es de Willa Cather, y trata de un concierto de Wagner. El narrador, un tal Clark, recibe de visita en Boston a su tía Georgiana. Cuando era joven se enamoró de “un muchacho zángano y ocioso” y se instaló con él, escapando de las maledicencias de la familia, en la frontera de Nebraska. “Conseguían el agua de las lagunas a las que acudían a beber los búfalos, y su magra reserva de provisiones estaba siempre a merced de indios itinerantes”. Y esa tía vuelve a Boston treinta años después.

Willa Cather (1873-1947), que procedía de una familia de origen irlandés, pasó también su infancia en Nebraska, durante la que fue la primera gran colonización de aquellas tierras por parte de inmigrantes checos y escandinavos. Cuando entró en la universidad apareció vestida de hombre y se hizo llamar William Cather. Una pionera en varios sentidos: vivió durante cuarenta años con su compañera Edith Lewis.

En el relato, Clark cuenta que de su tía aprendió muchas cosas, entre otras a aporrear un órgano. Así que decide llevarla a un concierto de Wagner. Sonó la abertura de Tannhäuser. “Cuando las trompas atacaron el primer acorde del coro de los peregrinos, la tía Georgiana se agarró de la manga de mi abrigo”. Poco después se dio cuenta de que “para ella esto rompía un silencio de treinta años; el silencio inconcebible de las praderas”.

De eso va la música. Rompe el curso de las cosas, te arranca hacia otra parte. Al final del concierto, y tras llorar abundantemente, la tía Georgiana le confiesa: “¡No quiero irme, Clark, no quiero irme!”. Pero no hay otra. La cruda realidad anda golpeando con los nudillos.

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