Utrecht entroniza a Josquin Desprez

Utrecht entroniza a Josquin Desprez

Es extraño, e injusto, que para poder escuchar varias misas y un buen número de motetes y chansons de Josquin Desprez haya que desplazarse específicamente a un festival de música antigua que, por dedicar este año buena parte de su programación a lo que ha bautizado como “la vida borgoñona” en un período histórico a caballo entre el otoño de la Edad Media y los albores del Renacimiento, ha decidido elegirlo como el primus inter pares de varias gloriosas generaciones de compositores francoflamencos de aquella época. Y es extraño, e injusto, porque escuchar las obras de Josquin debería ser algo tan cotidiano y tan poco excepcional como oír sinfonías de Beethoven, cuartetos de Haydn u óperas de Verdi. Su valor artístico intrínseco, su posición de privilegio dentro del canon musical occidental y la excepcional genialidad de su autor −en términos absolutos y relativos− deberían invitar a que así fuera. Sin embargo, como no parece que las cosas vayan a cambiar, y en las iglesias católicas seguirán sonando musiquillas de medio pelo y en las salas de concierto las dosis habituales de los compositores habituales repetidos ad infinitum, bienvenidos sean los así llamados festivales de música antigua que, como el de Utrecht, nos permiten una inmersión efímera, pero concentrada y profunda, en repertorios que las leyes del mercado nos tienen casi vedados.

Josquin ha seguido acaparando conciertos en el tramo central de la presente edición, pero no siempre ha salido bien parado. Hasta ahora, el más emocionante de todos, el espejo en que todos deberían mirarse, ha sido, con mucho, el interpretado por Vox Luminis el pasado martes en la Jacobikerk, una iglesia con una acústica ideal para cualesquiera conjuntos vocales. Su director (durante los ensayos y en múltiples decisiones previas, porque en el concierto apenas hace nada que revele que lo sea), Lionel Meunier, en lo que suponía el primer cara a cara de su grupo con este coloso de la polifonía renacentista, eligió cuatro motetes poco frecuentados y la Missa L’homme armé sexti toni. Graduando la dinámica en múltiples escalones, utilizando con flexibilidad y buen criterio, en todo o en parte, a sus once cantantes en función de la estructura y las características de cada pieza o, afinando aún más, cada una de sus secciones, permitiendo oír con claridad el cantus firmus del motete Huc me sydereo colocando al tenor Jacob Lawrence en el centro y ligeramente separado de los demás cantantes, ahondando como siempre lo hace en la esencia última de cada música, volvimos a vivir, como había sucedido en la Missa Ave regina caelorum que nos regalaron el sábado Giuseppe Maletto y Cantica Symphonia, una hora de intensa felicidad ininterrumpida.

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Hubo varios cambios en la conformación del grupo con respecto a su plantilla habitual, sin duda en busca de construir nuevos equilibrios y de la sonoridad justa, lo que confirma, como puede constatarse aquí día tras día, que no todas las voces son idóneas para cualesquiera repertorios. Todo está cuidadosamente pensado antes y modélicamente realizado después: nada es fortuito. Y cuanto más compleja es la música (como en el tercer Agnus Dei de la Misa, casi una intrincada ecuación matemática a seis voces), con más brillo sabe iluminarla el grupo belga, que no se llama Vox Luminis en balde. Entre los nuevos cantantes hay que destacar a la soprano Clara Coutouly, que, en perfecta comunión con Victoria Cassano, refuerza, y mucho, la dimensión espiritual que sabe imprimir siempre Meunier a sus interpretaciones de música religiosa. Javier Jiménez Cuevas, un excelente bajo sevillano que cantaba por primera vez con el grupo, afirmó después del concierto que jamás había interpretado polifonía anteriormente con este nivel de excelencia y profundidad. Vox Luminis, en efecto, logra ascender a unas alturas que parecen hoy por hoy inalcanzables para cualquier otro grupo vocal.

El Sollazzo Ensemble durante el segundo de los conciertos que ha ofrecido esta semana en el Festival de Música Antigua de Utrecht. Marieke Wijntjes

Ha habido oportunidades sobradas para constatarlo. Weser-Renaissance Bremen, por ejemplo, ofreció un Josquin (la Missa Ave maris stella y varios motetes) lineal y aburrido, lastrado con frecuencia por la tendencia del contratenor Alex Potter a cantar demasiado fuerte y demasiado rápido, arruinando con ello la excelente contribución de algunos de sus compañeros, sobre todo del tenor Bernd Oliver Fröhlich, el mejor cantante de un grupo en exceso desigual y dirigido con muy pocas ideas por Manfred Cordes. The Tallis Scholars, con varias voces excepcionales entre sus filas (el contratenor Alex Chance, los tenores Steven Harrold y Benedict Hymas, el bajo Tim Scott Whiteley), cantó un Josquin de trámite, frío y con lo que parecía una dirección puramente nominal e innecesaria del histórico Peter Philips, ya que la sensación es que todo sería exactamente igual sin su presencia. Se trata de polifonía interpretada “con el piloto automático”, como definió este enfoque huero y esteticista hace años Bruno Turner. Son versiones que suenan como un mero trámite, sin ninguna implicación personal, no como la consecuencia de una necesidad insoslayable, que es justamente lo que caracteriza a los conciertos de Vox Luminis.

El jueves por la tarde, Josquin protagonizó dos conciertos contiguos, en la Jacobikerk y en la catedral. En el primero, lo mejor fue un programa con una primera parte dedicada a las influencias asimiladas por el compositor francoflamenco y una segunda que exploraba la profundísima huella que él tuvo a su vez en contemporáneos y músicos posteriores. Lo que ahora se tendría por plagio (valerse literalmente de una melodía o incluso de toda una parte vocal de una obra de otro compositor), entonces era una saludable combinación de emulación, competencia y homenaje, por decirlo con la trilogía de conceptos acuñada por Howard Mayer Brown en su artículo clásico de 1982. Pero las buenas ideas sobre el papel no encontraron su adecuada plasmación sonora, ya que la Cappella Pratensis de Stratton Bull es un grupo con demasiadas irregularidades entre sus componentes, y cuando fallan con frecuencia cuatro o cinco piezas de un total de siete, como fue el caso, es imposible alcanzar buenos resultados. De mucha mayor calidad eran las voces que interpretaron la Missa Malheur me bat, una de las cimas del arte de Josquin. Pero tampoco basta con ello, ya que Stephan MacLeod, el director de Gli Angeli Genève, no consiguió pulir las aristas entre ellas e introdujo bruscos e inopinados cambios de dinámica que sonaron siempre forzados y artificiosos. Lo mejor del concierto se alcanzó en el Miserere mei, otro de los muchos prodigios de Desprez, aunque luego se dejó escapar la oportunidad de traducir el tercer Agnus Dei −otro milagro arquitectónico e imitativo a seis voces− con la claridad y la diáfana planificación de voces que había logrado Paul van Nevel con su Huelgas Ensemble el pasado domingo.

En el otro gran frente del festival en la presente edición, la música barroca francesa, se han sucedido los habituales conciertos de clave en la Lutherse Kerk: Aurelién Delage, Carole Cerasi, Bertrand Cuiller y Christophe Rousset han interpretado admirablemente selecciones de los cuatro libros de François Couperin, una fiesta de la imaginación y de la caracterización musical de personas, situaciones o conceptos poéticos. Philippe Pierlot, con dos excelentes cantantes, Hanna Bayodi y Ana Quintans, acertó de lleno el jueves por la noche en la Pieterskerk con el clima expresivo y la sobriedad que reclaman las Lecciones de tinieblas, también de Couperin, y el Ensemble Masques, con una gran violinista (Sophie Gent) y una violista casi inaudible (Mélisande Corriveau), desgranó con buen tino las desiguales Pièces de clavecin en concerts de Jean-Philippe Rameau. Pero lo mejor en este apartado ha sido, con mucho, el extraordinario espectáculo, más que concierto, ofrecido el martes por el Ensemble Correspondances, con una cuidadosa reconstrucción por parte de su director, Sébastien Daucé, de Le concert royal de la nuit, en el que bailó el propio Luis XIV en 1653. Con música de varios compositores franceses e italianos (Cambefort, Böesset, Rossi y Cavalli entre ellos), desde que comenzó la obertura todo fue una maravilla vocal e instrumental tras otra. Daucé, que ya ha dado en Utrecht sobradas muestras de calidad y seriedad en años anteriores, se confirma como uno de los mejores traductores del Barroco francés: no solo es un concertador genial, que consigue extraer de su grupo un sonido de una riqueza, variedad y flexibilidad asombrosas, sino que sabe elegir con tino a sus cantantes, a los que acompaña con verdadera maestría y entre los que destacó, por su arrolladora personalidad y su poderío vocal, Lucile Richardot, aunque todos ellos rayaron, lo que no es en absoluto habitual, a un nivel altísimo.

El reverso de la moneda fue una terriblemente decepcionante versión de Les Boréades, la ópera de Jean-Philippe Rameau que conocía el miércoles, o así lo anunciaba el festival, su estreno en Holanda (lo que no es poco decir, ya que se interpretó por primera vez en 1770, ya muerto el compositor). Quizás el error ha sido confiar su interpretación a Václav Luks, el hiperactivo y efervescente director checo que casa mal con las delicadezas y la refinada paleta de colores que exige esta música. A él le sonó mucho más italiana que francesa y con sus infatigables movimientos de batuta (sic) y su frenesí corporal no consiguió apenas un momento de interés, desmelenándose en las danzas rápidas. De su muy deficiente grupo de solistas vocales solo puede salvarse a la soprano Caroline Weynants. Lástima que un país que ha dado a uno de los mejores intérpretes de Rameau (Frans Brüggen) haya tenido que conocer este canto del cisne del compositor francés en una versión tan profundamente desafortunada.

Para concluir, una sorpresa y dos confirmaciones. La primera, sin duda, el Ensemble Sollazzo, que ha ofrecido dos conciertos dignos de ser enmarcados, el primero con el aliciente añadido de dedicarlo monográficamente al Cancionero de Lovaina, una nueve fuente de chansons del siglo XV que afloró milagrosamente hace dos años y que contiene nada menos que doce unica, esto es, piezas que no formaban parte de ninguna otra fuente conocida hasta ahora de este repertorio. Una noticia intrascendente para todo el mundo excepto para los amantes incondicionales de esta música, por supuesto, que han vivido con alborozo el descubrimiento (hacía casi un siglo que no sucedía nada semejante). El grupo tiene como principales puntales a dos formidables vihuelistas de arco (las hermanas Sophia y Anna Danilevskaia) y dos magníficos cantantes (la soprano Perrine Devillers y el tenor Vivien Simon), que consiguen que todo cuanto hacen resulte emocionante. Ambos conciertos han sido acogidos clamorosamente por un público que ha sabido identificar a este grupo como uno de los futuros referentes indiscutibles de esta música tardomedieval, tan endiabladamente difícil de interpretar. Muy jóvenes y sobradamente preparados en la Schola Cantorum de Basilea, ellos lo traducen con naturalidad, desparpajo y un certero instinto poético e intimista, pero a la vez con un enorme trabajo previo, porque un dominio del estilo semejante no se cincela en un par de ensayos.

Las confirmaciones las protagonizaron no recién llegados, sino viejos conocidos. A un lado, Diabolus in musica, que nos regaló la posibilidad de escuchar codo con codo las misas de difuntos de Johannes Ockeghem y Pierre de la Rue, casi contemporáneas, en una interpretación rebosante de gravedad: por la inusual tesitura vocal, instalada en las catacumbas de los pentagramas, y por su tono indefectiblemente luctuoso. Al otro, Björn Schmelzer y su Graindelavoix, que siguieron haciendo de las suyas durante su residencia a lo largo de toda la semana, recluidos casi “en cuarentena”, en palabras del director belga, en la Janskerk. Esta vez su víctima fue el gran Guillaume Du Fay, cuya genialidad resultó irreconocible en unas versiones descabelladas, de métrica laxa, melismas bárbaros, lógica polifónica dislocada y arquitectura inexistente: imposible admirar, por ejemplo, la grandeza y las perfectas proporciones de Nuper rosarum flores, el motete interpretado en la dedicación de la catedral de Santa Maria del Fiore en Florencia en 1436. Su concierto se cerró con la Lamentatio Sanctae Matris Ecclesiae Constantinopolitanae, un lamento en el que la Virgen María se dirige a Dios para llorar la caída de Constantinopla. Pero la lectura disparatada del belga y sus acólitos quedó en evidencia ante la comparación con la modélica y desnuda interpretación de este mismo motete ofrecida pocas horas antes por el Sollazzo Ensemble, que había revelado sin alambicamiento alguno su verdad última. El pez pequeño ha devorado al grande.

'Juana de Arco' de Dreyer, en su contexto El Orlando Ensemble durante la proyección de 'La Passion de Jeanne d'Arc' de Carl Theodor Dreyer. Marieke Wijntjes

Uno de los grandes momentos de esta semana en Utrecht ha sido la proyección de la película La Passion de Jeanne d’Arc (1928), una de las obras maestras de Carl Theodor Dreyer. En sus estrenos danés y francés la música que acompañó la proyección fue, como era y sigue siendo habitual, abiertamente anacrónica y neorromántica (sí era inevitablemente lo primero, pero no lo segundo, la soberbia música que ideó para la película Marisa Manchado y que pudo oírse interpretada en directo en el Teatro de la Zarzuela en 2006). A esta incongruencia se refirió el director danés en una carta en estos términos: “¿Y por qué se ha elegido la música de una época muy posterior a la de Jeanne? Una música que, además, resulta en exceso dominante. Créame: el silencio de la versión muda produce una impresión mucho más fuerte en el público que el violento fortissimo de la música elegida”. Esto ha animado a Donald Greig a elaborar un milimétrico acompañamiento musical interpretado por su propio grupo, el Orlando Consort, con una selección de piezas estrictamente contemporáneas de la efímera vida de la santa francesa. El resultado es una fusión indisoluble de cine y música y las revolucionarias imágenes de Dreyer ven reforzada su potencia expresiva con este hermanamiento polifónico. En los títulos iniciales escuchamos, por ejemplo, Je me complains, de Guillaume Du Fay; cuando Jeanne habla de sus visiones angélicas, suena Stetis angelis, una antífona para la fiesta de San Miguel y Todos los Ángeles; cuando el joven Massieu consola a Jeanne se canta Pour la douleur, de Johannes Cesaris; las numerosas referencias a la virgen encuentran su perfecto correlato sonoro en elaboraciones polifónicas de Salve regina, O regina clementissima, Salve virgo virginum o Benedicta es virgo; en uno de los diversos momentos en que Jeanne llora, una chanson de Gautier Libert, De tristesse, acompaña las lágrimas que caen profusamente por el rostro inigualable de Maria Falconetti. Si la película de Dreyer, en su avance inexorable hasta la muerte en la hoguera de su protagonista, resulta acongojante por sí sola, con esta música, interpretada concentrada e intensamente durante los cien minutos que dura por los cinco cantantes del Orlando Consort, redobla aún más su capacidad para remover nuestras conciencias y agitar nuestras emociones. Dreyer habría aprobado el experimento con entusiasmo y, a partir de ahora, parece imposible volver a verla sin él.

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