Una grabación furtiva muestra Rajmáninov en estado puro
El compositor ruso Serguéi Rajmáninov (Nizhni Nóvgorod, 1873 - Beverly Hills, 1943) tenía una inconfundible forma de iniciar sus recitales al piano. Comparecía en escena, con esa figura alta y melancólica, tal como recuerda el pianista Cyril Smith. El semblante serio y su inconfundible corte de pelo militar. Se dirigía al instrumento, como si lamentase hacerlo, y escrutaba el público, mientras tocaba varias veces un acorde en pianísimo hasta reducirlo a un susurro. Solo entonces comenzaba la primera obra. El pintor Leonid Pasternak admiraba la intensidad de sus interpretaciones, pero también la naturalidad de sus gestos, similares a quien trabaja sobre un escritorio o se toma una sopa. Charles O’Connell, su productor en RCA, subrayaba además la belleza de su sonido al piano. Esa capacidad exquisita para sombrear y colorear cada frase junto a su falta de interés por el proceso de la grabación. Pero también su manía de prohibir la difusión de cualquier registro sonoro que no considerase musicalmente perfecto. Había grabado varios discos en estudio, desde 1919 hasta 1942, pero nunca en directo. Recelaba incluso de la radio, por su mala influencia sobre el arte. Prefería trabajar en el estudio de grabación y seleccionar después la mejor toma, aunque cualquier minucia técnica diera al traste con una interpretación inolvidable.
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El sello norteamericano Marston Records, especializado en grabaciones históricas, acaba de publicar una caja que incluye una grabación desconocida de Rajmáninov tocando al piano sus Danzas Sinfónicas para orquesta. Se trata del único documento sonoro relevante de Rajmáninov en vivo. Fue realizado furtivamente por el director de la Orquesta de Filadelfia, Eugene Ormandy, el 20 de diciembre de 1940, es decir, un mes antes de que dirigiera el estreno de esa nueva obra que el compositor ruso le había dedicado. Se ha conservado en dos discos de acetato de fabricación casera, y dentro del fondo personal de Ormandy depositado en la Universidad de Pensilvania, donde fue descubierto recientemente por el profesor Jay Reise. La grabación recoge fragmentos con pequeñas alocuciones que abarcan las tres cuartas partes de la obra. De hecho, se publica en CD tanto la versión original del documento sonoro como otra más editada por el equipo del sello norteamericano encabezado por Ward Marston.
Portada del disco 'Rachmaninoff plays Symphonic Dances'.
El valor del documento es incalculable. Porque el compositor nunca llegó a grabar sus Danzas Sinfónicas, ni junto a Vladimir Horowitz, ni tampoco dirigiendo a la Orquesta de Filadelfia. Y porque se trata, además, de su última composición; su “último destello”, como solía llamarla. Pero también por revelar la verdadera incandescencia y espontaneidad de su interpretación musical liberada de la presión de la sala de conciertos y del estudio de grabación. Es Rajmáninov en estado puro. Un compositor, que era también un virtuoso, y que se desdobla desde el teclado para conseguir, entre onomatopeyas, canturreos y pisotones, que nos creamos que es posible hacer sonar un piano como una orquesta. Documenta también su capacidad para guiar la música hacia un clímax desconocido, pintar con colores únicos desde el teclado y revelarnos secretos musicales que no pueden fijarse por escrito en una partitura.
Todo el programa oculto de las Danzas Sinfónicas adquiere en manos de Rajmáninov un significado nuevo. No solo la referencia vital de sus tres movimientos (mediodía, atardecer y medianoche), sino también cada tema en particular. Esa cita, que abre el Non allegro inicial, y procede de la ópera El gallo de oro, de Rimski-Kórsakov, la única partitura ajena que llevó consigo Rajmáninov tras abandonar Rusia para siempre en 1917. Pero también las referencias a sus propias composiciones, como la canción La musa, op. 34/1, o la evocación final a su Primera sinfonía, una composición que creía perdida durante la Revolución rusa (aunque se recuperó tras su muerte) y convierte aquí en una emotiva remembranza sonora de otro tiempo. Pocos, como el poeta Adam Zagajewski, en su libro Asimetría, han comprendido la música de Rajmáninov como un cuaderno de bitácora de nuestra propia existencia. El compositor nos cuenta ahora, él mismo y al piano, “qué se cumplió y qué se desvaneció. Qué vive”.
Con una espía de Stalin
La caja Rachmaninoff plays Symphonic Dances, de Marston Records, se completa con los comentarios del prestigioso musicólogo Richard Taruskin, pero también con otras joyas fonográficas magníficamente restauradas. Se incluye la primera grabación radiofónica en vivo de las Danzas Sinfónicas, de 1942, que realizó Dimitri Mitrópoulos con la Filarmónica de Nueva York a petición del propio compositor junto a su registro, de 1941, de la Tercera sinfonía. También la memorable versión que dirigió Eugene Ormandy a la Orquesta de Filadelfia de La isla de los muertos, tras el fallecimiento del compositor y junto a su laudatio fúnebre. E incluso la imponente versión de Benno Moiseiwitsch como solista de la Rapsodia sobre un tema de Paganini grabada en Londres, en 1946, al igual que un registro, de 1966, de sus Tres canciones rusas, op. 41, bajo la dirección de Leopold Stokowski.
Siguen, además, otras grabaciones menores en vivo conservadas de Rajmáninov, realizadas tanto en reuniones privadas como en la sala de conciertos (sendos fragmentos de baladas de Brahms y Liszt registrados accidentalmente, en 1931 y con sonido muy deficiente, durante una prueba técnica). Pero destaca aquí la famosa grabación neoyorquina, de 1926, donde Rajmáninov acompaña al piano la voz exuberante y colorista de Nadezhda Plevitskaya en la canción tradicional rusa, Polvos y colorete, que después arreglaría para coro y orquesta dentro de su referido op. 41. Plevitskaya se convirtió, por entonces, en agente soviética desde el exilio y tuvo una vida de novela que relata Pamela A. Jordan en Stalin’s Singing Spy (Bowman &Littlefield, 2016).