“Siendo niña, Whitney vio a su madre en la cama con el pastor de la iglesia y le obligó a participar”

“Siendo niña, Whitney vio a su madre en la cama con el pastor de la iglesia y le obligó a participar”

Whitney Houston falleció hace seis años. Desde entonces, prácticamente todas las figuras en la primera línea del pop se han declarado bicuriosas o han hablado de su orientación sexual fluida. La estrella, Beyoncé, está inmersa en un viaje de reivindicación de su negritud, que culminó con Lemonade y su actuación en Coachella. Y la manera normativa de estar en la esfera pública en 2018 pasa por demostrar cierta vulnerabilidad, sobre todo desde la sacudida del #MeToo. Teniendo todo eso en cuenta, resulta difícil no unir la línea de puntos y no llegar a la conclusión de que Houston vivió, y murió, demasiado pronto. ¿Acaso no le hubiera ido mejor en esta era?

Sofisticada vestida de cuero negro en los premios Brit de 1999, en Londres. Foto: Getty

Tras un periodo de indiferencia general, de pronto la figura de Houston se está revisando y aparece en todas partes. Hasta en la boda del príncipe Enrique y Meghan Markle, que escogieron I Wanna Dance with Somebody como primer baile. Kanye West no dudó en pagar 73.000 euros por el derecho a usar en la portada del disco de su protegido Pusha T la famosa foto del lavabo de la cantante en Atlanta, repleto de parafernalia yonqui. Y no solo se ha rodado un documental sobre la cantante, es que se han hecho dos, complementarios y hasta cierto punto opuestos en sus puntos de vista. Whitney, de Kevin McDonald, autor de películas sobre Oasis y Bob Marley, se estrenó en cines hace unas semanas y cuenta con la participación de la madre y los hermanos de la cantante, aunque no salen muy bien parados, especialmente la temible Cissy Houston. La gran revelación de la cinta es que Whitney podría haber sufrido abusos sexuales de niña por parte de una tía lejana, la cantante Dee Dee Warwick, hermana de la legendaria Dionne Warwick. En cambio, Can I Be Me, el otro documental, que se puede ver en Netflix, tuvo a la familia en contra desde el primer momento –«Me pusieron cinco querellas y las he ganado todas», dice el director, Nick Broomfield– y presta más atención a otro dato silenciado en la vida de la cantante, su relación de más de 15 años con la que se presentaba como su amiga y colaboradora, Robyn Crawford, que no quiso hablar ante la cámara pero animó a varios amigos comunes a que lo hicieran. Según Broomfield, a la familia que sobrevive a la artista, y que sigue viviendo de los derechos de su obra, le conviene convertir en villanos a Crawford, al exmarido, Bobby Brown, y a Warwick, que falleció en 2008. Él tiene otra versión, que no incluyó en su filme porque, según dice, «no podría probarlo, me salían las demandas por las orejas y no quería que paralizasen el estreno».

Bobby Brown y Whitney Houston en una imagen del documental recién estrenado. Foto: Whitney, 2018, Kevin Macdonald, Vértigo Films

En su entrevista con Tina Brown, cuñada de Whitney –y «su principal compinche de drogas, pasaban muchísimas horas juntas encerradas en su mansión de Atlanta consumiendo crack», relata Broomfield–, esta le contó entre lágrimas que quien abusó o promovió abusos contra su hija fue Cissy Houston. «Tina me dijo que siendo una niña, Whitney volvió un día pronto de la escuela y se encontró a su madre en la cama con el pastor de la iglesia (de la que era directora del coro). Entonces, Cissy habría obligado a Whitney a participar de esas relaciones», cuenta el cineasta, que da credibilidad a la historia. «Eso la obsesionó durante años, la desmontó», añade. Mientras preparaba la película, varios testigos le contaron también que Cissy solía pegar a Whitney de pequeña hasta dejarla seminconsciente en el suelo.

Ni el espectador de mente más truculenta podía sospechar la mitad de todo esto cuando Whitney Houston apareció por primera vez en televisión, en 1985, vestida como lo haría una buena chica del coro el día de su baile de graduación, y cantando la balada Home, del musical The Wiz. La presentó Clive Davis, su descubridor, un viejo zorro de la industria discográfica (fundó Arista Records en los setenta) que quiso hacer de ella la última estrella pop prefabricada, una figura virginal con voz de oro desprovista de toda amenaza y africanidad, apta para el consumo del público blanco. Y hasta cierto punto, Davis lo consiguió. «Es significativo que nunca viéramos su pelo real, siempre llevó pelucas. El público negro se preguntaba: ‘¿De quién eres?’. Ella misma nunca lo supo y no quiso saberlo. El día que fue a los premios Soul Train ni siquiera se llevó a los raperos cool del momento, parecía que iba a misa», comenta Jenna Wortham, analista cultural de The New York Times que le dedicó a la cantante un episodio de su podcast Still Processing. Wortham se refiere a una noche crucial en la vida de Houston, que aparece en ambos documentales. En 1988, la cantante acudió a los premios Soul Train, los más importantes entonces para la música negra, y el público la abucheó llamándola «Whitey» («Blanquita»), por considerarla una vendida. Para entonces, ya había tenido siete hits consecutivos en el número uno de la lista Billboard, un récord que nadie ha batido aún. En esa misma gala actuaba uno de esos «raperos cool» a los que aludía Wortham, un tipo de Atlanta llamado Bobby Brown, que tenía todo el recorrido callejero que le faltaba a Houston. Describir como tóxica la relación en la que se embarcaron en ese mismo momento sería quedarse bastante corto. Hubo denuncias por violencia de género, adicciones mutuamente incentivadas –según Broomfield, a Brown le gustaba el alcohol y a Houston las drogas–, infidelidades aireadas en los tabloides, un divorcio que no cortó del todo la unión, un show de telerrealidad –Being Bobby Brown– y una hija, Bobbi Kristina, que tuvo asiento de primera fila en la degradación pública de sus padres y falleció en 2015, en circunstancias similares a las de su madre. Ambas fueron halladas en una bañera tras haber consumido algún combinado de sustancias, si bien la hija pasó seis meses en coma hasta que murió. Uno de los momentos más duros del documental Whitney llega cuando la tía que cuidó a la niña desde que era un bebé, Aunt Bae, rompe a llorar al recordarla y asegura que «nunca le dieron una oportunidad».

La cantante con su hija Bobbi Kristina en 2011, en la fiesta pre-Grammy. Foto: Getty

Como señala el periodista Wesley Morris en Still Processing, refiriéndose a Whitney Houston, «no ha habido una celebridad que haya pasado en tan poco tiempo de ser la más famosa del mundo al lugar en el que acabó ella». En 1992, el mismo año en que se casó con Bobby Brown, El guardaespaldas la catapultaba a la estratosfera. En el 2000, firmó el que entonces se dijo que era el contrato más jugoso de la industria, por cien millones de dólares, pero para entonces ya se hablaba de ella más por su aspecto enfermizo y sus adicciones que por su trabajo. Ese mismo año apareció tan desmejorada en un concierto-homenaje a Michael Jackson que se la dio por muerta. A los pocos meses, concedió una entrevista televisada a Diane Sawyer admitiendo parte de sus problemas. Debería haber servido como control de daños, pero tuvo el efecto contrario.

Houston, sonriente junto a Liz Taylor, Liza Minelli y Michael Jackson en 1988. La imagen fue tomada durante la ceremonia que concedió un doctorado honorífico en la Universidad de Fisk (en Nueva York) a Jackson. Foto: Getty

Por eso cuando la encontraron ahogada en su habitación del Beverly Hilton en febrero de 2012, la noticia tuvo un calibre bajo, que no se correspondía con el éxito descomunal que había alcanzado una década antes. Al contrario de lo que ocurre con Michael Jackson, David Bowie o Amy Winehouse, nadie recuerda qué estaba haciendo cuando supo que Whitney Houston había muerto. Demasiado pronto, sin tiempo a conducir su propio revival.

Etiquetas: Celebrities, Documental, Música, Whi, Whitney Houston

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