Rodrigo Leão, música sin fecha que se adhiere a la memoria

Rodrigo Leão, música sin fecha que se adhiere a la memoria

Cuesta creer, y más aún asumir, que se cumpla ya un cuarto de siglo en la trayectoria solista de Rodrigo Leão. Nos carbura de momento bien la memoria y ahora ya podemos admitirlo sin prurito: casi todos llegamos a pensar, allá por 1993, que el teclista incurría en suicidio desligándose de Madredeus cuando aquellos lisboetas parecían ungidos por la magia. Pero ese Leão con el que nos reencontramos ayer en el Nuevo Apolo de Madrid sigue siendo un creador de atmósferas como pocos, un compositor de miniaturas tan bellas que entra la tentación de pensar que son sencillas.

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Leão acredita una habilidad pasmosa para la piececita camerística. Se nos sentaba de espaldas al piano, como el que atesora un secreto que prefiere conservar, y de sus dedos brotaban melodías de encanto irrefutable. Son casi siempre obras humildes, melodía acompañada: en todo este tiempo no nos ha dado pie a pensar que aspire a una futura ópera, una sinfonía o una gran suite. Pero es fácil sentirse atrapado por estas piezas que nacen de apenas una progresión elemental de acordes y se van armando poco a poco, discretas y modosas, hasta enredársenos en la memoria.

Leão desarrolla como principal arma, en el fondo, la sencilla humildad de los grandes. Promovió en los ochenta el pop sofisticado de Sétima Legião (¡el hoy embajador en España era uno de sus integrantes!) y, a renglón seguido, la aventura hermosa de Madredeus: una banda evocadora, poética, fascinante en la creación de aquel universo en blanco y negro con mucho grano, de una saudade lusitana y universal, popular y camerística.

Y en esas, habiendo alcanzado la cúspide, optó por desligarse. Comprendió a tiempo que en su cerebro habitaba, más que en ningún otro, el destello de la lucidez. Sorprendía revisitar ayer los ya lejanos esbozos operísticos de su debut, Ave mundi luminar (1993), desde Imortal a Carpe diem, y no encontrarlos hieráticos o pedantes, sino tocados por una envidiable atemporalidad. Bel canto sin ínfulas y en formato de bolsillo, pero accesible como si llevásemos heredándolo desde alguna que otra centuria atrás.

Hasta tres mujeres intercalaron anoche sus voces y permitieron alternar esa faceta cantora con la música de cámara más coqueta, ahí donde el llanto de los dos violines recibe el abrazo consolador de un cello y los juguetones garabatos coloristas del metalófono. A Leão le sucede un poco como a Pink Martini: arriesga poco, ya sea en inglés, portugués, francés, castellano o ruso, pero cualquiera puede sentirse cómodo bajo su abrigo.

Hay algo de conservadurismo en toda esa arquitectura, lo sabemos. Rodrigo suena avanzado como artista pop de frac y pajarita (Ascensão, rescate maravilloso de los tiempos de Sétima Legião, parecía arreglado por Michael Nyman), y en cambio se antoja compositor de música para cortometrajes en formato instrumental. Pero consigue que casi dos horas transcurrieran en un suspiro. Y reúne en torno a su figura a media docena de músicos jóvenes que le miran con ojillos de veneración. Que vengan otros 25 años más; con la complicidad intergeneracional, el camino será más venturoso.

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