Músicas para una ciudad en fiestas

Músicas para una ciudad en fiestas

Un pakistaní lleva su “loro” a tope mientras pasea por el Raval escuchando a Nusrat Fateh Ali Khan a todo trapo. Unos chavales con pinta de usar su “loro” solo para el trap bailan, también en el Raval, con el neoperreo de la chilena Tomasa del Real, mientras las canas motean las sillas donde espectadores ya de edad provecta siguen las lecciones de música popular impartidas por Pep Gimeno y Miquel Gil en la Catedral. Allí los turistas muestran una natural cara de incomprensión dado su escaso dominio del catalán levantino que manda en el concierto, usado a destajo en prolijas explicaciones pedagógicas. Es Barcelona, ciudad tan ordenada que cada escenario tiene su tipología de público. En Joan Coromines se citan los treintañeros con pinta de leer a Faulkner, mientras en la plaza Dels Àngels manda la diversidad misma de esa ciudad que en fiestas es como un corazón que bombea música. Es la Merçè y la gente deambula por la calle en ocasiones sin más finalidad que compartir con el vecindario porque en este pueblo grande también se puede salir con  cara de parroquiano recién planchada y dejarse acunar por músicas de aquí y de allá. Son fiestas, y a veces basta emborracharse con música.

Plaza Catedral, allí las sillas imposibilitan las evoluciones de los lateros. Hay silencio respetuoso. Una vez que Gimeno y el Botifarra han peinado el folclore popular levantino, una orquesta árabe toma su lugar. La historia es preciosa, ya que se trata de una gran orquesta que tocó en el Argel de los años cincuenta antes de que la guerra de Argelia deshiciese las complicidades que entre árabes y judíos permitieron su existencia. Años después la orquesta se volvía a reunir para compartir su música popular chaabi con los barceloneses, precisamente ante su católica catedral, enseñándoles en vano a seguir adecuadamente el ritmo, difícil porque sí. Buenas las fiestas en las que nos recuerdan que todos somos hijos de nuestro padre y de nuestra madre y que por eso mismo todos somos lo mismo. “El gusto”, así se llama la orquesta cuya historia subtitulada se puede ver gratis en internet, pinta una de las caras de la fiesta con violines y darbuka. Hay más.

Camino de la plaza Dels Àngels se ven otras. La de los turistas y nativos que cenan en los restaurantes de la zona, cuya existencia les obliga a iluminarse con bombillas Edison, tener cartas con cosas desconocidas para nuestros padres, ladrillos vistos en las paredes, sillas tan raras que no se sabe dónde posarse e incluso camareras que apenas hablan nuestros idiomas. Somos taaaannn cosmopolitas. Un ejemplo, en uno de estos establecimientos se promueven talleres gastronómicos, y en el temario figura una “introducción al pan con tomate”, (sic) que debe merecer varios créditos dada su complejidad. Justo en la puerta, unos chavales apuran un Don Simón obligando a una vuelta a la realidad castiza. En la plaza ya actúa Masego, y como hace rhythm and blues melodioso, todo el mundo baila seductoramente. Todos menos una enfermera de la Cruz Roja. Acaba de atender un desvanecimiento y fuma nerviosa. No hace falta preguntar la razón, una simple mirada desvela que para un espacio abarrotado y comprimido por el público como aquel solo cuenta con la ayuda de un socorrista. Horas más tarde la dotación se ha multiplicado y ya fuma por placer.

Concierto de Tomasa del Real, en el Raval. JUAN BARBOSA

Y como cada año no faltó el ausente. Es un personaje que va a la suya. El de la otra noche llevaba un radiocasete apagado en bandolera y escuchaba una música que solo él oía. Golpeaba el aire con el brazo con una frecuencia superior al latido del concierto mientras su mirada buscaba Alfa Centauri. Los idos siempre suelen ser hombres y escogen mal el escenario: éste estaba en Masego y debería estar en Tomasa Del Real y su perreo sofisticado, mucho más rítmico, o en Oddissee, que más tarde haría un competente concierto de hip-hop. Pero tuvo bastante antes de que la noche sembrara el suelo con latas de cerveza vacías, cadáveres de la fiesta que ya enfilaba su recta final. En el Raval, ya alfombrado por una multitud, lo hizo con música electrónica con raíces en África de la mano de Ammar 808, un disc-jockey tunecino. El gato de Botero ya no era territorio de los niños que a primera hora se encaraman en su lomo, ahora pista de los bailarines más osados. El hambre de madrugada acecha y en un kebab su propietario organiza desde la puerta el tráfico de clientes como un urbano, solo que habla en urdu, con ese repiqueteo cantarín de sílabas que parecen las primeras y apresuradas gotas de una tormenta. O eso, ser coche en un kebab, o comprar un frankfurt ambulante en las Ramblas que no parecería más peligroso que ni hecho con vacuno de Chernobil. Pero se venden. Las fiestas populares siempre tienen algo de inconsciencia. Por eso las aguardamos cada año, para darnos el gusto esquivar la prudencia.

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