Mozart ha sido asesinado
La glorificación comercial de Mozart en Salzburgo representa un ejemplo inequívoco del ventajismo con que la hermosa e hipócrita ciudad austriaca arregla las cuentas con sus ciudadanos ilustres. Que han proliferado como símbolos universales de la civilización -Mozart, Paracelso, Doppler, Stefan Zweig,Thomas Bernhard- y que presuntamente han sido rehabilitados a título póstumo, no tanto por hacer las paces con la historia y con la justicia como por el interés crematístico que han revestido la respectiva exhumación y su fértil mercadotecnia.
Mozart es el ejemplo absoluto de los vaivenes justicieros. Su nombre bautiza el aeropuerto, es un señuelo comercial de los bombones, ha dado forma a un pato de juguete, recrea un fetichismo mercantilista y se multiplica en el pedestal de numerosas estatuas, todas ellas contradictorias entre sí porque la iconografía oscila de la vulgaridad a la idealización, más o menos como si Mozart fuera inasible y quisiera escaparse a la obscena manipulación de su memoria.
Se marchó de Salzburgo hastiado de papá Leopold y de la Iglesia, hermanados ambos, papá y la Iglesia, en el cementerio de San Sebastián. Allí también reposa la hermana del compositor, Nannerl, o reposa cuando le conceden descanso los turistas, cuyos modales se abstienen de respetar el escrúpulo obligatorio del camposanto en la ingerencia incendiaria de los selfies.
No, no encuentra reposo ni dignidad Mozart en Salzburgo. Su casa natal es un alboroto de comandos chinos, y el Festival tampoco contribuye a restaurar su prestigio. Le parece a uno incluso que es Salzburgo donde peor se interpreta a Mozart. Y no sólo por los conciertos turísticos que desangran la Pequeña música nocturna o por la irrupción del tecno-Mozart en las discotecas, sino por la incapacidad del Festival para custodiar y organizar el canon. Acaba de suceder con una ridícula producción de La flauta mágica, provista de todos los medios canoros, presupuestarios y orquestales -la superba Filarmónica de Viena- pero caricaturizada entre los gags y los efectos teatrales huecos. E intoxicada por el protagonismo que se conceden a ellos mismos Lydia Steier y Constantinos Carydis en la perpetración sumaria de la ópera.
Ella es la directora de escena. Él es el maestro. Y a los dos les ha parecido insuficiente el material operístico disponible, de forma que lo han pervertido e inflado con ocurrencias y arbitrariedades, hasta el extremo de llevar La flauta mágica al territorio indecoroso de la profanación.
La ópera de Mozart es un cuento en la superficie. Y es la superficie donde se queda Lydia Steier, proporcionando a los espectadores la redundancia descriptiva de un narrador, el histórico Klaus Maria Brandauer, que nos va contando lo que ya sabemos y lo que ya nos cuenta la ópera misma en sus pasajes cantados... y hablados. Lee la historia el abuelito Brandauer a los tres niños. Y nos extrapola la trama al reino de la noche en la extravagancia de un circo de gigantes y cabezudos. Una estética de clowns y de cabaret que resultaría interesante si no fuera por la ausencia de dramaturgia.
Lo que hay son gags, una ginkana de situaciones escénicas vacías cuyo vaivén se atiene sospechosamente al criterio musical de Carydis. Nunca permite el maestro griego que la música fluya. La amanera. La solemniza con exceso o la aligera sin razón. Se obstina en demostrarnos que dirige la ópera. Y lo hace, es verdad, pero conduciendo la nave de la Filarmónica de Viena a las rocas y al acantilado, haciéndola naufragar pese a haber escogido una versión casi camerística -dos contrabajos- en la que se aprecia el fulgor de la maestría vienesa.
Es fallida la versión musical y lo es la escénica, no por defecto, sino por soberbia y por arrogancia. Y el problema no radica en el circo expresionista que representa la noche. Ya había recurrido a uno Achim Freyer en La flauta mágica más bella, profunda y sensible nunca expuesta en la historia contemporánea del Festival. Era entonces Matthias Goerne el Papageno. Y se ha reciclado en el espanto de Steier y Carydis como Sarastro, exponiendo su línea de canto noble y cálida, pero desprovisto del registro bajo -por volumen y por tesitura- donde se acomoda el reino del gran sacerdote.
Lástima porque Goerne constituía el reclamo de un reparto desigual -Mauro Peter (Tamino), Christiane Karg (Pamina)- del que se resintió la ausencia de Albina Shaguimuratova. Iba a cantar ella en el trapecio de la Reina de la noche, pero un contratiempo de salud precipitó que la sustituyera una soprano de 24 años, Emma Posman, que estaba haciendo el papel en las funciones infantiles y cuya voluntad fue agradecida por un público más dominguero que nunca a expensas de la dignidad de Mozart.
Pobre Mozart. La señora Lydia Steier lo ha asesinado, ahogado, con sal gorda y gags estériles, implicando en el crimen al señor Caridis. No se ha dado cuenta Steier de que no cabe la comicidad torpe y efectista en Mozart. Lo que sí cabe es la ironía. Esa media sonrisa que comunica el cielo con el infierno. Y que Mozart cultivó con su propio enigma.