¡Mingus vive!

¡Mingus vive!

Por algún motivo, a alguien le pareció una buena idea traer a Carla Bruni al Festival de Jazz de Vitoria, pero no podemos juzgarlo porque, ¿quién no ha tenido una idea que en el momento pareció estupenda y acabó siendo desastrosa? Desastrosa, en primer lugar, porque la taquilla no respondió, y ayer el pabellón de Mendizorroza se veía desangelado incluso antes de que la italo-francesa saliese al escenario. Después incluso más, porque el concierto resultó soso y frío desde el principio, tan soso y frío como la interpretación de Bruni. En disco puede dar el pego pero, basándonos en lo escuchado anoche en Vitoria, parece improbable que Carla Bruni pudiese ser cantante profesional sin ser quien es, porque suena, precisamente, como una cantante amateur. Su registro y capacidad técnica son más que limitados, no tiene volumen, no proyecta, desafina con recurrencia, no muestra carisma ni presencia escénica y, en general, toda su interpretación se mantuvo entre la de una vocalista de orquesta de fiestas populares, en los mejores momentos, y la de alguien de tu familia cuando bebe demasiado en una boda y decide cantar, avergonzando a los asistentes que suplican en silencio que pare de una vez, en los peores. Así de mal, sí.

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Y ahora hablemos de música; no solo de música: de Charles Mingus. El genial compositor, contrabajista y líder fue recordado anoche en Mendizorroza de mano de la Mingus Big Band, una formación que lleva más de tres décadas en activo, que es más tiempo de lo que duró la propia carrera como líder de Mingus.

La orquesta, que ya estuvo en el festival en 2002 con una formación muy diferente, tiene como motor principal la interpretación de piezas del maestro, desde las más populares a las más desconocidas, y se nutre de una quincena de músicos de primer nivel, como Abraham Burton, Robin Eubanks, Alex Sipiagin, Wayne Escoffery, Boris Kozlow, Earl McIntyre o el director musical de la banda, el gran Alex Foster. En su concierto en Vitoria dieron muestra de la apabullante solidez de la orquesta —no es casualidad: desde hace años, actúan cada lunes en el club Jazz Standard de Nueva York— y mostraron la inquebrantable vigencia de las composiciones de Mingus, que tantos años después siguen sonando tan originales y apasionantes como en su día, desde el clásico «Haitian Fight Song» que abrió el concierto hasta el precioso «Invisible Lady» expuesto al trombón por Conrad Herwig, el poco conocido «GG Train» o el monumental «Cumbia & Jazz Fusion».

Evidentemente, también hay algo de rutinario en la propuesta, que no deja de ser una orquesta interpretando la obra de Charles Mingus con una estética ortodoxa y algunos arreglos propios que adolecen de la efervescencia del maestro; pero las composiciones, el peso de los solistas y la eficacia del grupo fueron más que suficiente para ofrecer un concierto de jazz de primera categoría. Porque ese jazz ortodoxo que siempre se crece en directo —cuando está tan bien hecho como anoche— depende precisamente de la capacidad para caminar sobre los temas y contar historias con el instrumento.

Con los músicos de la orquesta ya de vuelta en el hotel, y el extraordinario trío de Mark Whitfield, Ben Allison (apunten: este contrabajista es uno de los músicos contemporáneos más estimulantes del jazz del siglo XXI, con una fascinante carrera en solitario) y Billy Drummond tocando a pocos metros del lobby, ese pulso mágico del jazz se vivió de la forma más auténtica posible: varios músicos que poco antes interpretaban a Mingus en Mendizorroza se dejaban enredar por la camaradería, el calor humano y la inmediatez del jazz de verdad. Ese que algunos dicen que ha muerto y que, en realidad, vive en las jam sessions, los encuentros fortuitos, las improvisaciones sin red y el inconfundible espíritu que define a esta música. Si el jazz está muerto, que baje Mingus y lo vea.

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