La importancia de pelos y trapos
Por favor, no me hagan chistes: en 2017, se publicaba The Cutting Edge, las memorias de Leslie Cavendish, peluquero de los Beatles durante la segunda mitad de los años sesenta. Hace poco, salía House of Nutter, biografía de Tommy Nutter, su sastre en la misma época: tres de los cuatro beatles que aparecen en la portada de Abbey Road llevan trajes de Nutter.
Cierto, la industria editorial no desaprovecha nada mínimamente conectado con el nombre mágico de los Beatles. Pero la coincidencia de estos títulos viene a recordarnos algo rara vez comentado: la centralidad de la imagen personal, la apariencia física, en el negocio del pop. Especialmente, en el Reino Unido.
Allí, en tiempos de vacas gordas, un alto porcentaje de los adelantos de contratos discográficos con nuevos artistas terminaba en los bolsillos de estilistas, diseñadores, peluqueros. Y nadie se escandalizaba: tener un look llamativo se consideraba esencial para grupos o solistas. Entonces y ahora.
No se reconoce pero se toma muy en serio: la prensa británica, en reportajes e incluso en críticas discográficas, gusta de señalar deslices estéticos (todavía podemos leer lo del “lamentable mullet de Bono”). Se supone que una estrella debe diferenciarse del resto de los mortales, incluyendo a sus propios colegas: era feroz la competencia entre Bowie y Jagger por hacerse con las prendas más cool.
Quizá debamos atribuirlo a peculiaridades británicas, como la teatralidad, el gusto por disfrazarse/travestirse, los palimpsestos del sistema de clases. Solo así se explican las fantasías de la era del glam, cuando hasta un intelectual como Brian Eno lucía como pavo real. O el hecho de que el punk rock londinense comenzara en una boutique de King’s Road: más que subvertir la sociedad, los Sex Pistols debían promocionar las ocurrencias de Vivienne Eastwood. Hasta la rama revolucionaria del primer punk, es decir, The Clash, probó con uniformes arty: aquella ropa tributaria de los churretes de Jackson Pollock que concibió Paul Simonon.
Pero volvamos al principio. El libro de Leslie Cavendish ha sido traducido al español por Inicios como El peluquero de los Beatles. No estamos ante una aportación clave a la bibliografía del cuarteto: demasiado relleno, excesivas conclusiones a posteriori. Pero sí ofrece la visión única de alguien que obligaba a los Beatles a estarse quietos mientras trabajaba con las tijeras y, en el caso de Paul McCartney, accedía a su intimidad doméstica.
Esencialmente, el tomo nos acerca a la textura de la vida cotidiana en el Londres moderno de los 60. El propio Cavendish funciona como prototipo de aquellos chicos de origen modesto que cayeron por casualidad en la vorágine y supieron adaptarse. Su primer empleo, en el salón de Vidal Sassoon, le permitió el trato (ocasionalmente, íntimo) con figuras del cine y la música.
Gente sin preocupaciones económicas: Tom Springfield, hermano de la vocalista Dusty Springfield, le regala su piso –en barrio céntrico- cuando decide emprender un viaje largo. Gente descarada: en su primera visita a la mansión de Robert Stigwood, manager de los Bee Gees, se le insinúa inmediatamente. Gente focalizada en lo suyo: Cavendish, hincha de los Queen Park Rangers, se asombra de que a los Beatles no les interese ni el Liverpool ni el Everton ni ningún otro equipo de fútbol.
Evocando la Década Prodigiosa, hoy McCartney insiste en presentarse a sí mismo como mecenas del underground, connoisseur del arte de vanguardia. Exagera. Cavendish recuerda que Apple Corps, su famoso experimento empresarial, incluía poco más que negocios musicales. Y moda, claro. El dinero de Paul y compañía financió una espectacular boutique de corta vida y un caro negocio de sastrería, Apple Tayloring, donde también Cavendish estableció su Estudio de Peluquería. Eso estaba más en línea con lo que se esperaba de superestrellas de los sesenta.