La Camorra rompe el techo de cristal
Marco Di Lauro, último gran capo huido de la Camorra, fue arrestado la noche del 2 de marzo de 2019 por un comando de los carabinieri. Era el segundo mafioso más buscado de Italia y llevaba 14 años fuera del radar policial en un modesto apartamento con su pareja y dos gatos. Le buscaron por medio mundo, pero nunca se movió de Secondigliano, el barrio donde su familia edificó una multinacional del narcotráfico y en el que permaneció para seguir controlando uno de los territorios más fértiles para la mitología mafiosa moderna. Un rincón de la periferia norte de Nápoles, con las famosas Velas de hormigón de fondo, convertido en el plató al aire libre de Gomorra. Pero la serie, cuya cuarta temporada se estrena el martes 23 en España (Sky), toma nota de la realidad y la sangre vertida obliga a pensar en nuevas estrategias que protejan el negocio. En la calle, pero también en la pantalla, donde las mujeres empiezan a tomar el mando.
El verdadero poder se edifica, no se obtiene de forma improvisada, recuerda un primer plano de Roberto Saviano —autor del libro y de la idea original de la serie— en la pantalla del cine de Roma donde se estrenó hace unas semanas con toda la pompa del viejo celuloide la última temporada. Sucede en la política y en los negocios. Pero se ve nítidamente en la mafia, fabulosa síntesis de las bodas de sangre entre ambos mundos, como resume el escritor. “Es una temporada sobre la economía, las finanzas y la política. Una Italia convertida en la Venezuela de Europa donde la economía sana ha dejado de existir. Todo es corrupción, comisiones. El poder no se obtiene cuando se tiene hambre. Hay que gestionar el hambre si se quiere comer más. Pero los jóvenes no tienen tiempo para ello. Gomorra explica la sintaxis de nuestro tiempo: si no matas, te matarán. Si te fías, serás traicionado. Si no jodes, te joderán”.
En esa intersección, donde el hedor de las esquinas que despachan las bolsitas de gramo y el del dinero de la corrupción inmobiliaria se confunden, donde el alcalde del último pueblo más le vale estar a sueldo de un capo, arranca la cuarta temporada de una serie que comenzó construida con un objetivo más bien modesto y que es hoy un blockbuster visto en 150 países. Los escenarios se amplían a Londres o Bolonia, donde se lava el dinero. Pero en Nápoles, lugar desde el que se proyecta al mundo, sigue levantando ampollas. Lo saben los propios actores. “Todos tenemos una herida dentro de nosotros que no queremos contar. En algunos sitios es normal que no guste que expliques que hay algo que no funciona, es normal. Pero dicho esto, siempre que hemos ido a cualquier sitio, cualquier barrio, nunca hemos tenido ningún problema. De hecho, siempre me piden fotos”, señala Salvatore Esposito, protagonista de la serie, en una entrevista promocional en un hotel de Roma.
Gomorra 4 revienta todas sus costuras. Sus actores y directores son hoy superestrellas que se disputan los programas nocturnos de entrevistas y las grandes marcas para sus campañas de publicidad. La factura ya no es la del principio, a veces más cercana a un documental que a esta versión napolitana de Los Soprano (y eso que Saviano rechazó hacer un remake estadounidense). Los personajes intentan escapar de los estereotipos del género y se confunden sin remedio con lo que sucede en la calle. Incluso la policía —pasó en Roma en febrero— cita a personajes de la serie en sus informes para describir a los delincuentes que investiga.
El impacto cultural y estético de Gomorra en algunos barrios ha sido total. Muchos adolescentes de las periferias napolitanas se visten, hablan y aceleran el motorino como los personajes de la serie. En cambio, Genny Savastano, el protagonista construido originalmente con los mimbres biográficos de Cosimo Di Lauro, primogénito del clan de la familia que sometió durante más de una década Secondigliano, viste ahora como un empresario y trata de limpiar de sangre su dinero para escapar de aquel mundo como le prometió a su esposa. Y sucede lo de siempre. Lo intentó también Michael Corleone en El Padrino III con sus inversiones inmobiliarias con el Vaticano y llegó a la misma conclusión que el boss napolitano: “La mierda está por todas partes. La única diferencia es el color que tiene”.
La segunda deducción acerca de la gestión mafiosa conduce directamente al cambio más importante. Como en los clanes reales, cuyos capos se pudren ya de por vida entre rejas bajo el implacable régimen del 41 Bis, las mujeres rompen su particular techo de cristal y ocupan lentamente el puesto de los hombres. En la serie evolucionan Patrizia (Cristiana Dell’Anna), nueva lugarteniente de Secondigliano. Pero también Azzurra (Ivana Lotiito), la mano que mece la cuna de la nueva familia Savastano. No es casualidad que la justicia italiana se fije en ellas desde hace tiempo para decapitar a estas organizaciones. Saviano, rastreador compulsivo de sumarios judiciales, lo resume así. “No existen ya los almirantes. Las mujeres continúan teniendo un papel mayor, crecen: militarmente y estratégicamente. Porque los hombres son ya niños perdidos”. Especialmente cuando se alejan del territorio.