La belleza es un prodigio del cerebro

La belleza es un prodigio del cerebro

Cuando escucho en un gran auditorio el último movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven interpretado por una gran orquesta y una amplia masa coral, experimento “algo” que me transporta. Es algo sublime, algo que me embarga, me sobrecoge, me hace pequeño. Tampoco puedo evitar ese otro sentimiento, diferente, que me deja la mirada pegada a esos soles flameantes, a esos cielos azules retorcidos por la tormenta que pintó Van ­Gogh. Mirar esas pinturas me subyuga. Sin duda, todos saben que hablo de belleza. Al hablar de este modo pareciera evidente que contemplamos una belleza que es inherente a lo que se oye o se ve, pero no es así. La belleza no existe en el mundo que vemos, oímos o tocamos. No existe en nada de lo que nos rodea. El mundo no posee ninguna belleza; no es, en nada, una propiedad consustancial a él. La belleza es creada por el cerebro humano. Solo existe en la mente de los seres humanos. Es un prodigio del cerebro.

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Antes, es cierto, se pensaba que la belleza era un atributo inmanente a las cosas del mundo o constitutivo de la obra artística creada. La belleza tenía su existencia en sí misma, en el objeto, o en los estímulos sensoriales externos, y la persona era solo un sujeto pasivo, contemplador de esta. En otras palabras, la belleza era objetiva, con una presencia externa y eterna en el mundo. Hoy sabemos, por el contrario, que la belleza es algo subjetivo, creado por el ser humano y que no está fuera, en el mundo sensorial. Hoy entendemos que la belleza la crea el ser humano tras observar y percibir ciertas características del objeto que contempla. La belleza es, de hecho, una construcción mental hecha de percepciones, emociones, sentimientos y conocimiento.

Central a nuestra vivencia de belleza se encuentra ese plus emocional que nace de aquello que percibimos. Un plus emocional evocado, como hilo invisible, por las palabras al leer un poema, o la visión de una pintura o una escultura, o el sonido sublime de una sinfonía, de un paisaje de verdes con múltiples matices, de un amanecer de colores sin formas o de una cara de proporciones perfectas. Pero, precisamente porque es una emoción producida en ese cerebro profundo donde se depositan las memorias más íntimas y personales en cada ser humano, no todo el mundo percibe belleza del mismo modo ni en las mismas cosas. Es más, es esa emoción la que, cuando bañada de conciencia se torna sentimiento, hace que cada uno, cada ser humano, experimente su propia belleza, única y distinta a la de cualquier otro.

¿Qué hace que las esculturas de Chillida sean “piedras sin arte” para algunos que admiran las esculturas de Rodin?

De hecho, la apreciación de la belleza es, en buena medida, producto de la experiencia personal y de la propia educación recibida. Todo esto hace que unos perciban de un modo especial la belleza en la pintura, pero no en la música (Sigmund Freud sería un buen ejemplo de ello), o que incluso en la pintura algunos valoren los colores, pero no tanto las formas o los rasgos difuminados del movimiento o lo figurativo estático. O, desde luego, que la música (de tan polifacética apreciación estética —sostenidos armónicos, contrapuntos, acordes, ritmos y las infinitas combinaciones de graves, agudos y silencios—) sea percibida de modo tan diverso por tanta gente diferente. (…) ¿Qué tiene la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que de principio a fin ha cautivado a tantos cientos de miles de personas y agotado, sin embargo, el interés de tantas otras antes de poder acabar su lectura? ¿Qué aleja a tanta gente de Stravinski y, sin embargo, la acerca a Mozart o Beethoven? ¿Qué admiran tan profundamente tantas gentes en el arte de Velázquez que rechazan las pinturas de Picasso? ¿Qué hace que las esculturas de Chillida sean para muchos “piedras sin arte” y sin embargo les parezcan tan evocadoras de belleza las esculturas de Rodin? ¿Qué provoca el calor y sobrecogimiento del Duomo de Milán que no produce en muchos el Guggenheim de Bilbao?

Esa emoción que subyace a la apreciación de belleza es la que se expresa en el placer ante lo que se ve o se oye. El placer, como expresión emocional inconsciente, es el componente básico en la apreciación de belleza. Pero no el placer referido a esos placeres básicos, aquellos que sostienen la supervivencia del individuo, como son los que se obtienen de la comida, la bebida, la sexualidad, el juego o el sueño, cuando se está privado de ellos. El placer relacionado con la belleza no es el placer del deseo y el orgasmo, que consumado puntualmente te empuja “sin razón, y como cebo tragado, a mantenerte vivo” (William Shakespeare). El gozo, el deleite referido a la belleza se consigue por ingredientes neuronales añadidos en el cerebro a aquellos otros más básicos. (…) Son placeres generados en parte por la cultura en la que se vive y más allá del cerebro emocional y su actividad primitiva. Son placeres que nacen de una interacción muy estrecha entre la corteza cerebral humana y el cerebro emocional, por eso ningún animal los posee. De esa interacción nace la conciencia, la comprensión, el entendimiento, la razón humana.

Precisamente esto último, la interacción con las cosas del mundo (percepción), produce el conocimiento, el otro ingrediente básico para la percepción de la belleza. Porque la belleza es eso en su esencia, placer y conocimiento, y en este último la capacidad cognitiva de advertir orden, proporcionalidad, simetría, delimitación clara de lo que se percibe. Y todo esto tiene que ver mucho con la educación que se recibe y con la cultura en que se nace y se vive. (…) Solo piénsese qué pocos ciudadanos de la Edad Media o incluso del Renacimiento podrían haber encontrado belleza en las figuras humanas retorcidas, los rojos policromados y flameantes de los árboles, los amarillos vivos de los trigales o los azules giratorios y atormentados de las pinturas de Van Gogh, o la obra de Antonio Gaudí (…) .El arte, pues, y con él la belleza, es una verdad subjetiva para cada uno. Verdad para la que mucha gente ha tenido expresiones como “que ha valido la pena vivir para experimentarla”. Sin ninguna duda, la belleza es un fenómeno cerebral que ha cambiado el mundo de los seres humanos y las mitologías y verdades vivas de cada sociedad, cultura o nación. La belleza, que no existe en el mundo, es quizá uno de los grandes prodigios creados por el cerebro humano.

Francisco Mora es doctor por las universidades de Granada (España) y Oxford (Inglaterra) y profesor universitario. Ha publicado libros de ensayo, como El reloj de la sabiduría (2005) y Neurocultura (2007). Este extracto forma parte de Mitos y verdades del cerebro (Paidós), que se publica el 23 de octubre.

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