El septuagenario purasangre

El septuagenario purasangre

Si el rock es un arte eminentemente iconográfico se lo debemos a personajes como Steven Tyler. El cantante de Aerosmith ejerce como uno de los grandes cimientos en el templo de las leyendas, por no hablar de esa casi gatuna habilidad suya para procurarse prórrogas vitales después de una abrumadora colección de excesos, abusos y prácticas poco recomendables para el organismo humano. Pero Tyler acaba de incorporarse a la condición de septuagenario enarbolando la más stoniana de las sospechas, la de que alguna alianza diabólica le permite cumplir años a menor velocidad que sus congéneres.

Urge confirmarlo. Su comparecencia de este lunes en el Universal Music Festival del Teatro Real terminó resultando una pasmosa demostración de poderío vocal, armas de seducción masiva y adrenalina en vena. No le podríamos reprochar que nos hubiera dado portazo para consagrarse a la holganza, los churumbeles o la jardinería, así que agradezcámosle que haya preferido suministrarnos esta enérgica transfusión de rock purasangre.

Padres ilustres

Para irnos poniendo en situación habían asomado como teloneras, en su debut español absoluto, The Sisterhood Band, dos jovenzuelas ataviadas con sombrero blanco que invocan el espíritu de las Dixie Chicke (o, en su defecto, el de First Aid Kids). Dos voces así, orgullosas y prístinas, solo podían provenir de Nashville (Tennesse) y terminar facturando una versión de Landslide, aquella abrumadora balada de Stevie Nicks en Fleetwood Mac. Pero puesto que la cantante rubia, Ruby, se apellida Stewart por ser hija de Rod, el dúo se creció también con una lectura muy quintaesencial de Gasoline Alley, uno de los primerísimos éxitos de papá. Y otra curiosidad: el Universal Music Festival ya había vivido a media tarde un primer episodio paternofilial con el estreno en la sala Carlos III de José del Tomate, el jovencísimo hijo (20 años) y heredero de la guitarra de Tomatito. El chaval, dueño de una técnica primorosa, estaba hecho un flan con motivo del estreno de su primer álbum, Plaza Vieja. Pero cuando invitó a su progenitor para interpretar entre los dos el tema de amor de Two Much, el bueno de José Fernández Torres “Tomatito” se sinceró: “Aquí el que está hoy más nervioso de todos soy yo…”.

El neoyorquino siempre anheló ser el hermano menor de Robert Plant y es ahora, llegados a la edad provecta, cuando se produce el sorpasso: no canta mejor que él, pero sí con mayor despliegue de furia y decibelios, casi tan intacto su colosal rugido como si ayer mismo hubiese terminado de grabar Toys in the Attic. El afán por el espectáculo también resiste inmune a las dentelladas del calendario: Steven dispone una pequeña lengua de escenario que se adentra en el patio de butacas y regaña a los pocos que aguantan sentados, de manera que el efecto final es el de la multitud arremolinada en torno a un líder. Y eso siempre apuntala la autoestima, aunque a nuestro protagonista ya se le haya pasado la época de los estadios.

Sobrevive, ante todo, el alborotador profesional, el tarambana, el zíngaro chaveta. Prevalece ese viejo lobo aullador que sabe bien lo que ha de conservar: el pie de micrófono con la bufanda anudada, esos pantalones de leopardo con lentejuelas, el desafío en el gesto. Tyler se conformó con hora y veinte de sesión, un minutaje exiguo para el mareante precio de las entradas y acaso el único indicio sobre lo ineludible de los procesos biológicos. Pero no hubo un gramo de filfa en un repertorio que, aparte de los clásicos propios, avala la imposibilidad de superar la cosecha de medio siglo atrás: Joplin (Piece of my Heart), Fleetwood Mac (Rattlesnake Shake), los Zep (Whole Lotta Love) y hasta ¡cuatro! títulos de los Beatles, I’m Down, Oh! Darling, Come Together y un esbozo de Golden Slumbers con el propio Tyler sentado al piano blanco de cola.

Orillados Aerosmith, el bueno de Steven Victor Tallarico se rodea ahora de la Loving Mary Band, un sexteto de Nashville rocosísimo y paritario (tres mujeres, tres hombres) que por unos segundos pareció capaz de neutralizar el chorro vocal de su ilustre jefe de filas. Y al final no es tanto así como un precioso mano a mano entre cantante y músicos para dilucidar quién coloca más carne en la parrilla. Dejémoslo en empate técnico y declaremos vencedor a Tyler por aquello del voto de calidad: se precisa una pasta muy especial para salir tan clamorosamente triunfador de un concierto al que los escépticos habían dirigido todas sus miradas.

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