El pictograma de la meseta

El pictograma de la meseta

Inmersa siempre en ese eterno equilibrio entre el jazz vocal o el pop jazzístico, Norah Jones asomó el domingo por las Noches del Botánico dispuesta a que el fiel de la balanza no constituyera el centro del debate. Llamen a lo mío como les plazca, parecía querernos decir, pero no desperdicien el tiempo en ello. Lo que siguió fue un concierto tan quedo como absorto; una noche mucho más propicia para susurros que griteríos en la que los 2.200 espectadores respondieron con un silencio no ya expectante, sino reverencial. Casi obnubilado.

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La cantante y pianista de Brooklyn se comportó, ante todo, como una artista reconcentrada. No solo de espíritu, sino también en el manejo del cronómetro (esos 78 escuetos minutos fueron el espectáculo más breve en las cinco semanas y media de festival, que tocaba a su fin) e incluso por disposición física. Le correspondían muchos metros cuadrados de escenario, pero Jones prefirió colocar a sus exquisitos tres escuderos arropándola y haciendo piña. Bella estampa de complicidad para sentirse todos más partícipes de la ceremonia del directo, la más trascendental a la que ha de enfrentarse un músico.

Norah no puede separarse del piano y es poco comunicativa, incluso parca. Pero la fascinación no radica en aspavientos, sino en esa voz entre narcótica y hechicera, singular por ese grano que recuerda a las fotos antiguas. Solo que su gama cromática no contempla el blanco y negro; a sus 39 pletóricos años, lo de esta mujer es un estallido de matices, acentos, respiraciones. Tan ensimismado permanece el personal que hasta ese contagioso bajo a contratiempo de Cold Cold Heart, sobrepasada ya la media hora, no se desató entre las sillas un aplauso, un sobresalto, algo de barullo.

Lo mejor, en la prudentísima singladura de 14 piezas, fue seguramente esa trepidante llamada a la concienciación política que se titula Flipside, junto al descubrimiento de dos temas tan recientes que aún no disponen de un disco que los albergue: la exploración amorosa de My Heart Is Full, con estructura redundante a la manera de una working song, y la balsámica It Was You, quizá lo mejor que haya escrito Jones en un buen puñado de años. Hay alguna otra sorpresa, pero siempre contenida. Por ejemplo, el fraseo de sus dos mayores éxitos, Sunrise y Don't Know Why, se alarga ahora sutilmente para que remita más a Ella Fitzgerald que a su verdadero origen, la canción contemporánea de autor del siglo XXI

Los tiempos del miedo escénico parecen cosa del pasado, felizmente, pero la neoyorquina nos dejó a cambio una cierta sensación de academicismo, de corrección sin filos, aristas ni opción al vértigo. Todo suena exquisito, matizado, hermoso. Pero en el conjunto global, el pictograma de esta hora y cuarto se asemeja demasiado a una meseta. Pasajera no solo por duración, sino también por huella.

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