El largo viaje de "diguín" Lucín
La partida de este mundo de Lucín Beredjiklian de Khatcherian bien podría dar lugar a una nota necrológica, dolorosa y final, sobre esa mujer de 106 años que portaba en su estoica lucidez el cartel de “última sobreviviente que cobijaba la Argentina del genocidio sufrido por el pueblo armenio en sus territorios históricos a principios del siglo XX”.
Lucín Beredjiklian de Khatcherian.
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Sin embargo, no sería atinado recortar su vida en recuerdos que no hacen más que agitar los dolores del pasado y avanzar hacia una despedida inexorable. Los múltiples destellos del haz de luz que siempre irradiaba diguín (“señora”, en armenio) Lucín permanecen encendidos en la comunidad armenia del país. Y su poderoso influjo sigue expresando la alegría por la vida reflotada entre las calles empedradas de Palermo Viejo y los ecos de una voz suave que abogaba por un futuro promisorio sin olvidar.
Un colectivo de la línea 106 circulando por la avenida Canning (actual Scalabrini Ortíz), en Palermo Viejo, en los años '70 (foto de familia Bshir / www.busarg.com.ar).
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De alguna manera, todos somos parte del apasionante derrotero transitado por Lucín. Con ella salimos de viaje cada vez que accedía a desempolvar sus recuerdos, fieles réplicas de las peripecias padecidas por nuestros propios abuelos en busca de la tierra de la salvación.
Aintab (actual Gaziantep, Turquía) a principios del siglo XX.
Una imagen actual de Gaziantep, Turquía, la antigua Aintab de la Armenia histórica.
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Así, más de una vez nos imaginamos codo a codo con Lucín -llevados por su prodigiosa memoria-, dejando atrás la vivienda familiar de Aintab (Gaziantep, en la actual Turquía) a punto de ser saqueada y desembarcando con el último aliento en Haleb (Alepo, Siria), para recuperar fuerzas y alguna porción de la dignidad arrasada. Ya con los fuegos extinguidos de la Primera Guerra Mundial, creímos seguir sus pasos en el regreso al hogar materno, esa promesa cumplida que le deparó el paisaje de todo un pueblo ausente, después de haber sido sometido a la muerte y el destierro.
Caravana de desterrados de Aintab durante el genocidio armenio.
Sobrevivientes del genocidio armenio en un campo de refugiados de Alepo, Siria.
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Paralizada ante los restos de Aintab, una vez que asumió la dimensión de la pérdida y los traumas agitados por un crimen de lesa humanidad sin condena, Lucín se dispuso a emprender el viaje reparador, ese largo itinerario con escala en Damasco que la devolvería definitivamente al lugar de los vivos. Para asomar al impreciso mundo del exilio que la esperaba, su familia -al igual que la mía y las de tantos otros- tuvo que dejar algunas monedas y restos de comida en manos de soldados de mirada intimidante.
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Los condenados a escapar observaron el paso providencial de un carruaje, se acomodaron como pudieron para escapar a los tumbos y de ahí saltaron a un tren que cruzó la frontera con Siria. En el camino quedaron su padre y su madre. Finalmente, un vapor de largo aliento navegó el Mediterráneo y el Atlántico hasta anclar en Buenos Aires. Aquí, Lucín -y, con ella, cada paisano atravesado por la doble identidad argentina y armenia- rejuveneció y, sin bajar los brazos, levantó los cimientos de una vida nueva.
Lucín Beredjiklian de Khatcherian.
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