El ‘indie rock’ será femenino o no será
En el caso del ya viejo indie rock norteamericano, aquel conglomerado de pequeñas escenas que —con el impulso de cierta autogestión y hornadas tan liberadoras como la de las riot grrrl de Olympia— infestaron los años noventa de adherentes riffs de guitarra y estribillos que fundían delicadeza y vigor bajo formas espartanas, casi siempre en baja fidelidad, su regeneración lleva un par de años pasando por las manos de féminas que aúnan talento y descaro a partes iguales.
Los medios digitales estadounidenses de rigor bullen de actividad cada vez que una de ellas emerge con un disco de campanillas. Festivales nuestros como el Primavera Sound (por cuya última edición pasaron Jay Som o Waxahatchee) o el FIB (por el que lo hizo la fascinante Caroline Rose) se hacen eco, aunque sea en escenarios secundarios. Su predominancia en el indie rock estadounidense es ya abrumadora.
Todas siguen en cierto modo la estela de la lenguaraz Courtney Barnett, referente absoluto en cuanto a desparpajo lírico y proyección de una femineidad que esquiva estereotipos y se aleja consciente e intencionadamente de los clichés del amor romántico y los roles pasivos que hasta ahora predominaban, incluso en ámbitos indies. La combinación desprejuiciada de referentes muy comerciales (incluso abiertamente mainstream) con algunos emblemas de aquella independencia es otro de los factores que explican por qué ahora mismo son un algo más que soplo de aire fresco. El relevo a Kim Deal, Tanya Donelly, Hope Sandoval, Kristin Hersh o Liz Phair está más que garantizado. Y sin limitarse a la copia a carboncillo.
El caso de Caroline Rose es paradigmático: comenzó con Joni Mitchell o Bob Dylan como referentes, pero su fantástico segundo álbum (Loner, 2018) es una colección de irresistibles golosinas pop que se sostienen sobre ritmos desvencijados y bases electrónicas de desguace, regadas por un irresistible sentido del humor —apuntalado por una estética muy de las pelis de Harmony Korine— que no hace sangre de sus desencuentros sentimentales: más bien al contrario, extrae jocoso combustible. Una joven neoyorquina que holla el punto de encuentro en el que podrían citarse Le Tigre y Kate Bush, nada menos. El jueves 19 de julio en Benicàssim fue su primera visita a nuestro país y nos puso sobre la pista de toda una estrella en ciernes.
19 primaveras contemplan por su parte a Snail Mail, el nombre artístico de Lindsay Jordan, joven de Baltimore tan fascinada por Liz Phair o Mary Timony (Helium) como por Gillian Welch, quien exorciza sus fantasmas de post adolescencia en discos tan fascinantes como el publicado este año Lush (Matador, 2018), su segundo álbum. Luces y sombras en clave acústica, sentidas letanías de vez en cuando rasgadas por incandescentes destellos de luz, realmente adictivos, que comparten algunas claves con el también extraordinario estreno de Soccer Mommy, alias de Sophie Allison, una chica de Nashville también con la mayoría de edad recién estrenada, y que en Clean (Fat Possum, 2018) borda con magnética brillantez una fórmula que también se explica por sus influencias confesas: de nuevo Liz Phair, pero también, ojo, Taylor Swift y hasta Avril Lavigne.
Esa forma de envolver caramelos de procedencia indie de forma más accesible, e incluso satinada, de algunas de sus valedoras y sin dejarse el hechizo hecho jirones por el camino, es una de sus señas de identidad: que se lo digan a Jay Som, el nombre bajo el que se esconde la californiana Melina Duterte (de ascendencia filipina), quien siempre ha hecho gala de tener a Carly Rae Jepsen en su devocionario sin que su sonido dream pop pierda ni una sola de sus propiedades. Todos aquellos asistentes al último Primavera Sound que sacrificaron parte del atestado concierto de Franz Ferdinand para dispensarle a ella unos minutos en otro escenario, podrán dar fe de ello. Su segundo álbum, Everybody Works (Polyvinyl Records, 2017), salió hace algo más de un año, pero ha comenzado a resonar con fuerza en Europa ahora.
Como la virginiana Lucy Dacus, desde un prisma más folk pero también más elaborado, se postula como una de las más brillantes continuadoras (no pierdan el ojo al reciente Historian, su segundo largo) de una saga que en los últimos tiempos, siguiendo la brecha abierta por portentos como Angel Olsen, están capitalizando: Julien Baker, Madeline Kenney, Julie Byrne o Waxahatchee, el proyecto de Katie Crutchfield.
El peso específico adquirido por todas ellas en los últimos meses es tan notorio que ahora mismo cuesta imaginar otro indie rock yanqui, en pleno 2018, que no pase por sus manos.