El Alcázar suma culturas en la bienal de Sevilla
La del Alcázar es visita obligada durante la Bienal. En esta edición, durante la primera semana del evento, ha acogido tres conciertos consecutivos que, de forma no casual, entroncaban con la herencia cultural que el monumento representa. Especialmente, el último de ellos, protagonizado por la formación del violagambista Fahmi Alqhai y su Accademia del Piacere, Romances entre Oriente y Occidente. Una propuesta musical que quería indagar en las raíces moriscas del cante flamenco, pero que vino a reproducir la conjunción de culturas presentes en el recinto. La árabe, a través de los temas interpretados por la cantante tunecina Ghalia Benali, y la cristiana, con romances del siglo XV y XVI en la voz de la soprano Mariví Blasco. Se añadió en esta ocasión el flamenco (la obra era conocida sin él), una presencia que se antoja prescindible, a pesar de estar defendida por la maestra Carmen Linares.
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No es el caso de la participación del guitarrista Dani de Morón, que más allá de su inevitable vertiente flamenca (vanguardista y fresca su farruca), se convierte en una suerte de bisagra que tiende puentes musicales entre el Este y el Oeste. También la del percusionista Agustín Diasera, elegante y exacto en el tiempo y su ilustración (hasta las campanas de la vecina Giralda parecían seguirlo), y la del iraní Kira Tabassian, con ese pequeño instrumento, el setar, del que extrae un sinfín de recursos. Porque, musicalmente, la obra es un disfrute y el ensamble crea una música bellísima y texturas idóneas para los temas que las mujeres interpretan por separado o de forma conjunta, contrastando los distantes colores de sus timbres. Sería injusto no destacar el poder de la tunecina, con una fuerte presencia escénica que seduce de forma inevitable.
La noche anterior, el cantaor José Valencia había añadido una cultura más al Alcázar, la de su etnia, con la adaptación de poemas de autores gitanos escritos en romané o en castellano, dentro de su obra Bashavel. El artista lebrijano siempre preocupado por hacer de sus actuaciones espectáculos con vida propia, dio un salto cualitativo y sorprendió con esta obra conceptual que tenía algo de vindicación étnica. Con su música y versos, hizo también un recorrido de este a oeste por el Mediterráneo guiado por el violín de Nicolás El Calabacín y por el acordeón de Cuco Pérez, que transportaban la sonoridad y musicalidad de la huella zíngara. También participó en algunos de los temas un cuarteto de cuerda, la percusión de Paquito González y, sobre todo, la guitarra y dirección musical de Juan Requena, con una versatilidad digna de alabar. Porque en la obra, aunque estaban presentes las estructuras rítmicas o musicales de una buena relación de estilos flamencos (farruca, soleá, cantiñas, malagueña, seguiriya, bulerías…), estos estaban puestos al servicio de una idea superior, con todas sus exigencias. El proyecto quizás precise de una cierta maduración, pero en la noche de su presentación sorprendió por su extraña belleza y su emotividad. Puede que no se captasen todos los versos, pero su inserción dentro del cante fue de una admirable definición. Baste con decir que el único poema interpretado en su lengua original romané emocionó sin que conociéramos su significado.
La serie había comenzado el lunes con la cantaora Argentina que aportó al lugar el rico folclor de su tierra onubense con la presencia de hasta tres coros de Almonaster la Real. A pesar del colorido de tan festivo obsequio, la noche estuvo dominada por el completísimo recital de cante que ella ofreció escoltada por tres espléndidos guitarristas: Jose Quevedo Bolita, Eugenio Iglesias y Jesús Guerrero. Más de dos docenas de estilos bien ordenados y perfilados, interpretados con la fuerza o la mesura que cada cual requiso.