De Borgoña a Nápoles
Pocos discreparán de que la polifonía renacentista es una de las creaciones más sofisticadas concebidas por el ser humano. Fue más de un siglo y medio de creaciones portentosas, plagadas de referencias cruzadas y homenajes, de una complejidad que nos deslumbra hoy tanto como entonces y que, bien interpretadas, provocan emociones estéticas incomparables con las que suscita cualquier otro tipo de música. Hay muchas maneras de darle vida y Utrecht ha sido durante los últimos diez días un escaparate perfecto de aproximaciones muy diferentes.
Cabe abordarla, por ejemplo, con voces solo masculinas o con un grupo mixto, e incluso con presencia de voces blancas infantiles; puede optarse por la presencia o no de instrumentos; recurrir a uno o más cantantes por voz; interpretarse desde un manuscrito, remedando la práctica histórica, o valiéndose de partituras inidividuales y transcripciones modernas; con los cantantes situados en torno a un facistol o cada uno con su propia partitura, agrupados por tesituras o entremezclados; con y sin director; y con matices cambiantes y diversos dentro de cada opción, como sucede, por ejemplo, cuando los instrumentos sustituyen ocasionalmente a las voces o las doblan únicamente en determinados pasajes. De todo, excepto voces infantiles, ha habido en el Festival de Música Antigua de Utrecht en estos días para rememorar “la vida borgoñona” a finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento, un lugar y una época que fueron testigos de un florecimiento cultural inusitado en el que la música, mucho más que ahora, ocupaba un papel central.
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El compositor más frecuentado ha sido, por méritos propios, Josquin Desprez, el “príncipe de los músicos”, como aparece ensalzado en Musae Jovis, el lamento fúnebre que compuso tras su muerte Nicolas Gombert, un compositor activo en la capilla flamenca española, una derivación borgoñona que se merecía, por cierto, haber sido objeto de mayor atención en estos días y que ha pasado tristemente inadvertida. En el tramo final del festival, la Cappella Mariana ha sido, con mucho, el grupo que ha lucido unas credenciales polifónicas más sólidas y emocionantes. El viernes por la noche, en la Pieterskerk, ofreció tan solo dos obras: el imponente motete Miserere mei Deus, a cinco voces, una de las cimas del arte de Josquin, en el que el tenor canta hasta 21 veces el mismo diseño melódico, siempre con el texto latino que abre el Salmo 50 y da título a la obra; y la Missa pro defunctis in memoriam Josquin Desprez, de su más que probable discípulo Jean Richafort, que en el Gradual y el Ofertorio cita la música de un fragmento de una chanson de su maestro, Faulte d’argent, a modo de homenaje y con un texto autoexplicativo: “c’est douleur sans pareille” (“es dolor sin igual”). El grupo que dirige Vojtěch Semerád, cinco extraordinarios cantantes checos y el gran contratenor belga Daniel Elgersma, logró la hazaña de mantener la concentración expresiva en todo momento en una interpretación flexible, hondísima y técnicamente perfecta en la que el texto, a pesar de la complejidad contrapuntística, se entendió siempre con una claridad cristalina y en la que la música avanzó ininterrumpidamente con fluidez, dos requisitos imprescindibles de cualquier interpretación polifónica que quiera preciarse de hacer justicia al original. Un logro así lo sitúa a la altura del Josquin de Vox Luminis, el mejor escuchado hasta ese momento en el festival.
Casi el reverso fue, en cambio, el concierto de Companyia Musical y La Caravaggia, parte de la escasísima representación española en esta edición y que el domingo por la tarde naufragaron con todo el equipo en la catedral. Hasta tres veces hubieron de repetir el comienzo del Osanna, por ejemplo, la manifestación más palmaria de sus numerosos problemas rítmicos, por no hablar de una afinación balbuceante y un pobre entendimiento entre voces e instrumentos. De las diversas misas de Josquin programadas esta semana, la encomendada a ellos, Fortuna desperata, ha marcado, lastimosamente, el punto interpretativo más bajo. Oyendo a la Cappella Mariana (o, el viernes, al formidable grupo británico Stile Antico, o el muy sólido concierto ofrecido el sábado por la Cappella Amsterdam) cantar con semejante naturalidad, desparpajo e intensidad, podría pensarse que dar vida a la polifonía es algo sencillo y al alcance de todos. Conciertos como el de Companyia Musicale sirven al menos para recordarnos que tal sencillez no existe: es endiabladamente difícil.
Denis Raisin Dadre (centro) y miembros de Doulce Mémoire durante los ensayos del banquete borgoñón ofrecido en el Vredenburg. Anna van Kooij
Pero en un festival con una oferta tan generosa como el de Utrecht, los deslices se compensan con los aciertos y los malos momentos se olvidan pronto con otros que se instalan de inmediato en la memoria para no abandonarla en mucho tiempo. Así ha sucedido con los dos conciertos ofrecidos por el laudista Marc Lewon, el primero dedicado monográficamente al famoso Chansonnier Cordiforme, una de las fuentes de referencia para la chanson del siglo XV, un manuscrito en forma de corazón iluminado con esmero página tras página. Lewon se hizo acompañar de tres grandes cantantes y del mejor vihuelista de arco actual, Baptiste Romain. El alemán no es de los que inventa y rellena supuestos huecos, sino de los que piensan que basta respetar lo que figura en las fuentes, sin añadidos ni excentricidades, para recrear este repertorio intimista y sutilmente alambicado. El día siguiente optó por ofrecer versiones de este mismo repertorio para dos laúdes de plectro tocados por él mismo y Paul Kieffer con virtuosística fantasía y precisión, salpicando el programa de chansons confiadas de nuevo a otra cantante sabiamente elegida, Grace Newcombe.
También dejó una honda huella el recital de clave de Laurent Stewart, un verdadero maestro en la ejecución de las notes inégales, artífice del mejor Rameau escuchado estos días, lo cual es mucho decir dado el altísimo nivel mostrado por todos sus colegas en la Lutherse Kerk. Impresiones agridulces dejó en sus dos conciertos Tasto Solo, el grupo de Guillermo Pérez. Cuando fue fiel a su nombre, y tocó en solitario junto a David Catalunya, hizo gala de la excelencia habitual, ya que su dominio del organetto (en igual medida con la mano derecha sobre el pequeño teclado como con la izquierda accionando el fuelle) no conoce quizás igual actualmente. Pero fue desafortunada su elección de cantantes y en este repertorio vocal dejó de ser un grupo excepcional para convertirse en uno más, arrumbada ya toda distinción.
Carillón que marcas las horas
El carillón situado en lo más alto de la imponente torre de la catedral de Utrecht (separada del resto de la iglesia por el terrible tornado de 1674 que arrasó parte del edificio, cuya nave no llegó nunca a reconstruirse) es, año tras año, parte importante de su Festival de Música Antigua. Todos los días hay conciertos encomendados a los mejores especialistas, encabezados por la polaca Malgosia Fiebig, que es desde hace años la carillonista titular. El mejor sitio para oírlos, aunque se escuchan sin dificultad en todo el casco histórico de la ciudad, es el claustro de la catedral. Pero el carillón refuerza también su presencia cotidiana durante estos días con músicas relacionadas con el tema del festival que suenan cada cuarto de hora. Este año provenían de la Borgoña tardomedieval y renacentista y de la Francia barroca, que han sido los dos polos magnéticos que han inspirado la mayoría de los conciertos. Para las horas en punto se ha elegido un minueto de Les Boréades de Rameu; para y cuarto, un fragmento de las Lecciones de tinieblas de Couperin; a las medias ha sonado una gavota de las Piezas para violas, también de Couperin; y a menos cuarto, un fragmento de Vive le roy, de Josquin Desprez, el compositor felizmente más interpretado estos días en la ciudad holandesa.
Doulce Mémoire estuvo excelente en su concierto en solitario, con un programa construido exclusiva y casi obsesivamente en torno a dos chansons (algo impensable en Francia y sólo posible en Utrecht, como declaró al público su director, Denis Raisin Dadre) y sus múltiples variantes, y algo menos (de nuevo fallaron los cantantes) en la reconstrucción de un banquete de época borgoñón, un espectáculo que tenía mucho de experimento y que funcionó sólo a ratos, porque quiso abarcarse quizá demasiado (aspectos históricos, ceremoniales, gastronómicos y musicales), rompiéndose constantemente el ritmo del concierto. Interesante, aunque también de ambición excesiva, fue la reconstrucción de la Brujas borgoñona a cargo de Clubmediéval, el grupo de Thomas Baeté, y muy atractivo en su planteamiento, pero mucho más pobre en su realización, el programa confeccionado en torno a Christine de Pizan (o Cristina da Pizzano), la autora de La Ciudad de las Damas y una feminista ante litteram, por Claudia Caffagni (buena laudista, pero muy mediocre cantante) y Paola Erdas. Les Haulz et les Bas, por último, hicieron honor a su nombre y alternaron música alta, sonora (chirimías, bombardas, trompetas, gaitas) y música baja, delicada (fídula, arpa, dulcemel, voz) en su escenario habitual de la Willibrordkerk. Ian Harrison derrocha tal entusiasmo y tal hiperactividad (cantando y tocando diversos instrumentos) que no deja resquicio al aburrimiento.
La muerte, el ars moriendi, el bien morir, han estado muy presentes estos días en Utrecht y el domingo por la mañana dedicó a ello una ingeniosa, honda y, a pesar del tema, humorística conferencia la filósofa Rosi Braidotti, varios de cuyos libros han sido traducidos al español. Si el lunes por la noche Diabolus in musica había cantado las misas de difuntos de Johannes Ockeghem y Pierre de la Rue, y el sábado había sonado el réquiem por Josquin compuesto por Jean Richafort, el festival se cerró el domingo en el Vredenburg con la Messe des morts de Jean Gilles que se interpretó en 1764 tras la muerte de Jean-Philippe Rameau, ya utilizada previamente en las exequias del propio Gilles, de André Campra y del rey Luis XV. La interpretación corrió a cargo de un favorito de la actual dirección del festival, Skip Sempé, que logró mejores resultados que en los diversos conciertos inaugurales y de clausura que ha protagonizado en los últimos años. El estadounidense, un asiduo del repertorio francés, interpreta música con un extraño distanciamiento, como si no sintiera ni padeciera al hacerlo, pero siempre sabe rodearse de excelentes instrumentistas y cantantes que sitúan muy alto el nivel interpretativo. La mejor música del concierto de clausura fue, sin embargo, la que sonó intercalada para recordar a Rameau y compuesta por él mismo, como homenaje (de Castor et Pollux), para retratar su sueño eterno (de Dardanus) y como apoteosis final (de Zoroastre), un concepto muy barroco, como nos recuerda la Apoteosis de Corelli de Couperin. Menos mal que hay vida después de la muerte y, tras tan luctuoso final, el festival ya ha anunciado que, después de Borgoña, el destino de 2019 será la luminosa Nápoles, otra ciudad que nos toca muy de cerca por razones históricas y que augura un tipo de emociones muy diferentes a las vividas este año.