Villagers: No hay nada como él (por ahora)

Villagers: No hay nada como él (por ahora)

Hay muy poca gente que pueda escribir ahora mismo como escribe Conor O’Brien. Lo suyo puede parecer una encrucijada de estilos, pero la dificultad de encapsularle quizá provenga de que ha acabado desarrollando un lenguaje rabiosamente propio. Nada de lo que tocó anoche Villagers en su debut madrileño (¡por fin!) se parecía entre sí, pero todo, absolutamente todo sonaba a él. Y, confirmando las serias sospechas que aportaban sus registros fonográficos, es de lo mejor que puede ocurrir ahora mismo encima de unas tablas.

En la sala Changó Club, que se ha puesto guapa, sucedieron algunas maravillas. La principal, sin duda, el despliegue de Conor y sus cuatro compinches sobre el escenario: esa intersección prodigiosa de canción de autor, envoltorios electrónicos, clasicismo escolástico, algún tenue poso irlandés y apoteosis varias. Muy pocos artistas jóvenes son capaces de tejer semejantes laberintos en su obra, que en el caso de Villagers más parece pasmosa filigrana. El otro acontecimiento, no tan grande pero casi, fue el silencio. Los irlandeses nos dejaron absortos, sigilosos, noqueados. Inmersos en su fabulosa tela de araña emocional. Lo que debería ser siempre un buen concierto, vaya, pero que casi nunca lo llega a ser, ni sobre el escenario ni enfrente de él.

Nada de lo que tocó anoche Villagers en su debut madrileño (¡por fin!) se parecía entre sí, pero todo, absolutamente todo sonaba a él

Sucede que O’Brien (34 años, menudo, entrecano prematuro) no solo es un vocalista envidiable, sino un amante del espectáculo. Esa voz voluble, cristalina y proclive al falsete perfecto no puede confundirse jamás, a poco que la hayamos interiorizado. Es una envidia, un tesoro manifiesto. Pero para una vez que se desprende de su guitarra acústica, con ocasión de la muy electrónica Long time waiting, hasta se anima a ejercer de intérprete espasmódico, bailongo; como de moonwalker en estado germinal. Así se las gasta nuestro amigo, respaldado por un batería que también es trompetista (!), una teclista de voz encantadora y un consumado hechicero de las computadoras.

Resulta, además, que O’Brien se destapa como un gran guitarrista, como cuando afronta los endiablados arpegios de Again bajo un lecho de electrónica enloquecida. Y como un melómano de formación integral, porque ha de haberse empapado de impresionismo francés para escribir el acompañamiento de piano de Walk unafraid. El ADN y la formación de cantautor acabarán aflorando con Hot scary summer, ese momento en el que todo buen irlandés demuestra, ya solo con su manera de rasguear la acústica, que se sabe de memoria todo Moondance. Pero aún mejor terminó siendo el tramo de intensidad emocional desbocada, justo en el corazón de la noche. Ahí fue cuando el medio millar de asistentes optó por respirar bajito, para no perderse ni un sollozo. Ni una lágrima.

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