Tribalistas purga viejos pecados y recupera el buen color
Ha habido mejores tiempos en España, a lo que se ve, para la música brasileña; tanto como para que la irrupción de Tribalistas por vez primera en nuestros escenarios, programada en un principio para el WiZink Center, tuviera este miércoles que conformarse con el mucho más recoleto escenario de La Riviera, que ni siquiera se llenó. Y así, lo que iba camino de convertirse en acontecimiento quedó relegado a la condición de curiosidad, de encuentro tan largamente esperado que acabó perdiendo parte de vigencia. Una lástima, porque los picos y valles de popularidad a menudo tienen más que ver con el capricho o las tesituras que con la propia relevancia artística.
Nunca podrán lamentarse Armando Antunes, Marisa Monte y Carlinhos Brown de que les haya ido mal en esta aventura triangular, y basta recordar que la formación superó los tres millones de ejemplares vendidos cuando, tres lustros atrás, afloró como probablemente la más ambiciosa aventura colectiva de la música brasileña. Pero las superbandas tienen esas cosas de la impredecibilidad, las agendas endemoniadas y la delicada intersección de personalidades. Llámenlos egos. En síntesis: un peligro.
El caso es que Marisa, Carlinhos y Arnaldo pisaron por fin de manera conjunta un escenario español, convertidos en una postal multicolor y refrendados por un soporte multimedia que duplica sus imágenes y los erige en tótem psicodélico. En 2002, cuando arrasaron en medio mundo, apenas se molestaron en frecuentar las tablas. Ahora que sí que se animan a auparse a los aviones, resulta que el furor se ha ido desinflando. Por mucho que prevalezcan las túnicas de tonos chillones, las llamadas a la exaltación o esa proclama de que Tribalistas, en definición escénica de Brown, “son como el alma y viven para siempre”.
Quizá sea la propia figura de Carlinhos, sobredimensionado en su momento como El Gran Tamborilero, la que haya lastrado sin querer esta confluencia tan sugerente. El de Bahía se erigió antaño casi en caricatura, en carne de parodia, y eso ha acabado achicando la credibilidad propia y colectiva. Pero los posibles pecados pretéritos han prescrito, señores. La divina Marisa esbozó una proclama en favor de la libertad de expresión, que buena falta hará en el Brasil que parece avecinarse. Y el propio Carlinhos, inmerso en unas nociones teóricas sobre el samba, aprovechó Universo ao meu redor para animarnos a que silbáramos. Un silbido liberador, como casi todo lo que emana de la tribu.
Al trío se le agolpan las ideas, porque adonde no llega uno se asoma alguno de los otros dos. Solo le afea su tendencia al unísono, a ratos desesperante: todos cantan todo, todos cantan lo mismo. Pero hay excepciones muy de agradecer, desde el aire enrevesado e intrigante de Ánima al pálpito casi de nana para Carnalismo, un discurso vaporoso que retornará no mucho después con La de longe. Y es difícil reprocharle una sola nota a hallazgos como Velha infância, que fluye cual clásico instantáneo. Contagioso sin perder un ápice de elegancia, arropado por evocadoras imágenes de chiquillos en los años del Súper 8.
El tan largamente demorado encuentro acabó en fiesta embalada gracias a Passe em cassa y Já sei namorar, dos argumentos tropicalistas, palpitantes, rabiosamente infalibles. Entre medias queda la sensación de que el anhelo de fiesta a veces nubla a esta tripleta intermitente, quizá más inspirada en el lúcido sosiego de su segundo álbum (2017) que en el alboroto instantáneo del debut.