Tres citas, tres playas y un concierto en las Rías Baixas
Esta historia es de cuando los niños no bajábamos a la playa de Silgar por la mañana porque pensábamos que estaba prohibido, era de día hasta las once de la noche en el murallón del muelle antiguo de Sanxenxo y podíamos estar divirtiéndonos dos horas mientras comíamos una bolsa de pipas sentados en la plaza del Crucero. Esta historia, por tanto, es la historia de cuando teníamos once años y no sabíamos lo que era el amor, pero empezábamos a sospechar que algo no iba bien: intuíamos, como los animales, el tsunami a kilómetros, y corríamos antes que nadie nos alejara de la personita que nos gustaba. Pocos amores más auténticos que el del niño de once años al que asustas, el niño de once años que descubre que hay alguien tan importante en el universo como él.
En 1990 fuimos unos cuantos detrás del faro que estaba en la punta de aquel muelle, donde los mayores de 15 y 16 fumaban porros, y nos quedamos allí mirando el mar y las luces de la costa de Bueu. Empezaron a marcharse todos, escalonadamente, y nos quedamos de pronto ella y yo, dos soldados en Dunkerke apurando la playa hasta que se pusiese el sol o se pusiesen los nazis, lo que llegase antes. Eran las diez de la noche y pronto llegarían los porreros (chavales de pelo largo, vaqueros Lois apretados, zapatillas viejas de lengüeta gorda); ella y yo no dijimos nada, solo estuvimos juntos mirando el mar, fingiendo indiferencia, pasotismo y madurez. No sabíamos qué se hacía, ni sabíamos nada: no sabíamos quedarnos solos. Nos levantamos y nos fuimos, y al día siguiente éramos la sensación de la pandilla: dos especies que se habían quedado una frente a la otra. El resto del verano fuimos objeto de interrogatorios, pruebas físicas y biológicas, y todo tipo de atenciones científicas.
En 1993 le pedí para salir a una chica en un botellón de la playa de Baltar, en Portonovo, y me dijo que sí, y pasamos los días siguientes evitándonos muertos de vergüenza. Con 14 años en nuestro grupo de amigos pedir para salir a alguien era como reclamar perderlo de vista. Cuando empezó el curso y llegaba el recreo me iba corriendo al baño de los chicos de instituto Sánchez Cantón a mirar por las ventanas si ella, que estudiaba en el instituto Valle Inclán, se acercaba a mi recreo con propósitos de novia; si le diese por venir, yo no bajaría ni de broma. Pero nunca lo hizo porque, según me dijo su mejor amiga, ella se quedaba en el baño de las chicas aterrorizada por si yo me acercaba a su recreo con propósitos de novio. Nos esquivábamos por la calle, en los primeros botellones al lado del río, en las salas de máquinas, en las fiestas de barra libre de La Habana y La Madrila. Nos teníamos verdadero pavor, y no teníamos ni idea de qué hacer si nos encontrábamos de frente; una vez ella, en la calle Augusto García Sánchez, se agachó directamente a atarse los cordones hasta que pasé de largo. Años después, en la calle de su padre y los míos, Mariano Rajoy hizo algo parecido un 24 de diciembre: caminábamos solos en dirección contraria y, al divisarme a lo lejos, se puso a mirar escaparates mientras andaba, pero empezó muy pronto, calculó fatal la distancia, y cuando llevaba cien metros tuvo que mirar ya hacia delante por miedo a tropezar, y me tuvo que desear feliz Navidad pepera. Lo cual quiere decir que en las últimas décadas hablé más con el presidente del Gobierno que con mi novia. Fue, por tanto, una relación duradera; de hecho, llevamos 24 años juntos, y todavía hoy, cuando coincidimos en alguna parte en Pontevedra, ella con sus tres hijos y un marido industrial, me mira de reojo como pensando “aún se acercará este imbécil y me dará un pico”.
Si prometiste no hacer algo en tu vida, San Vicente do Mar es el lugar en el que hacerlo por primera vez. La playa de la Barrosa y el bar muscial el Náutico tienen enfrente la isla de Ons, el lugar que acoge el Buraco do Inferno: un agujero enorme en la tierra de 40 metros de profundidad que va a dar directamente al mar; si uno se asoma puede escuchar los quejidos de las almas torturadas que se quedaron a medio enterrar, vidas que sufren después de la muerte por sus pecados. Allí, al Náutico, llegué un día procedente de una boda, trajeado pero elegante. Anochecía y nos sentamos en la playa un rato antes de ir al concierto de aquella noche, que no recuerdo de quién era como tampoco recuerdo qué amigos me acompañaban, porque al poco rato una chica me pidió fuego, se lo di y salimos juntos a una de esas mesas de piedra del bar a fumar, al lado de la playa. “Dime”, dijo. Y no dije nada porque volví a tener once años, porque la música estaba altísima, porque de repente me di cuenta de lo ridículo que se puede ser en un lugar así, vestido de esta manera, y definitivamente lo ridículo que es ser yo en esas situaciones, y todo lo que quería hacer era marcharme a casa corriendo a pensar en lo mucho que me gustaba, en todas las cosas que podría decirle en el caso de conseguir abrir la boca algún día. Y eso fue lo que hice, marcharme a casa aterrorizado dejándola con el cigarro en la mano. Hasta hoy, muerto de miedo por si algún día hablo y me deja.