“Tenemos planeado decrecer”
Pensé que no llegaría. Conseguí salir de Cullera en un momento de máxima ocupación de la ciudad, con hordas de muchachada psicotrópica intentando volver a casa tras el Medusa Sunbeach Festival y todos los taxis y buses repletos. Finalmente, desesperada, rogué a dos desconocidos que , por favor, me llevaran a la estación (sé que este acto de imprudencia huele apetitosamente a CSI Levante, pero no tenía otra opción). Había dormido dos horas escasas y tenía el cerebro anegado de imágenes de fiesta. Reconozco que, horas después, al pisar San Vicente do Mar (Pontevedra), respiro el aire salobre y veo a la gente arremolinada alrededor del concierto, y pienso que la experiencia será un remanso de paz. Me digo: “Esta será mi cuna”. Y me dispongo a dejarme mecer suavemente por el ambiente general.
No voy a negar que, de primeras, me invade cierta envidia de clase, una silenciosa admiración por ese aspecto cuidadosamente desenfadado, esos bolsos de mimbre, esa sencillez elegante de las ropas de alta calidad. De pronto deseo llamarme Maruxa, ser majísima, tener mucho acento, decir pequecho, hacer running cada mañana con mi melena castaña veteada de brillos rubios al viento, que mi familia haya veraneado en O Grove toda la vida —e incluso, por qué no, haber besado una vez a Jabois, hace veinte años, jugando a la botella en una tarde de lluvia— y ser, cómo no, asidua de El Náutico, y entrar saludando a todo el mundo con la sonrisa de la que está en su casa, y encima sabe que su casa es de puta madre. Después de Cullera, donde me sentía una especie de profesora de sociología pulcra y estricta, en El Náutico, de pronto, me pican a morir las ronchas de las pulgas que me acribillaron en El Cortejo de la Avutarda. Me siento un poco perdida, con el pelo sucio, escuchando a un músico que, sin llegar a disgustarme, nunca me ha emocionado excesivamente: Iván Ferreiro. Pero entonces empiezo a hablar con la gente y todo cambia.
Es cierto que El Náutico posee cierta vocación de club social. No en vano, el padre de Miguel, el fundador, que plantó la primera semilla de un lugar que terminaría siendo algo completamente distinto, pensó en esa casa junto a la playa como un club para veraneantes, antes de que viviese varias transformaciones, hasta que Miguel dio con, no ya una idea de negocio, sino más bien una ideología que se convirtió, sorprendentemente, en un negocio boyante. Durante el concierto vislumbro algo que resulta sorprendente en el circuito de festivales: Iván Ferreiro y los músicos se lo están pasando realmente bien. No quieren que su concierto termine. Se crea, entre ellos y el público, una comunicación circular más propia de un grupito modesto que toca en locales desconocidos para sus amigos que de un artista de la talla y la difusión de Ferreiro. Hay entrega absoluta bidireccional. Poco a poco, algunos temas me van entrando, canto, bailo. Hacia el final, Jorge Pardo, ilustrísimo flautista de, entre otros, La leyenda del tiempo, de Camarón, se sube al escenario con Ferreiro y su banda. Hace un par de días tocó, y ahora se une con alegría a esta suerte de colaboración que es imposible no disfrutar. Pululan por allí Jorge Drexler y Leonor Watling, que tocaron hace unos días. También me parece ver a la actriz Macarena García. La gente canta emocionada. Traen una caja de cerveza para que una chica bajita pueda ver el concierto. Un hombre canta las canciones con su hijo de tres años, que también se sabe algunos trozos.
Más tarde, mientras, ya en la trastienda, abrazo a Golfo y León, los inmensos perros de Miguel, este nos habla de los tiempos en los que El Náutico era un almacén de salazón, de su intención de restaurar varias dornas (barcas de las Rías Baixas cuyo diseño se cree que proviene del de las barcas vikingas), sus momentos favoritos (siempre en la esfera más íntima del festival, con músicos como Juan Perro, Drexler o una chica de Cangas que canta como los ángeles) y, una vez expuesta la grandeza de su creación, deja claro su propósito: "Ahora tengo planeado decrecer". Miguel busca conciertos más pequeños, menos gente, mejores momentos. No puedo más que darle la razón. La diferencia de El Náutico reside en eso: El respeto por la música, el respeto por el músico, lo que deriva en respeto por el público. No hay ningún punto que falle en estas coordenadas dirigidas a llevarnos hacia el pleno disfrute y que tanto se alejan de la tónica general de este mundo, en el que la vista está tan puesta en el negocio que es inevitable que este se cuele en la cultura y trastorne el espectáculo.
Alguien anuncia la cena, y acudimos. La mayor parte del público se ha ido, y quedan los músicos, los trabajadores de El Náutico, amigos y familia. Aparecen unas grandes bandejas de comida cocinada por Emilio, el cocinero del lugar, al que todos conocen desde hace años, y todos cenamos charlando alrededor de la mesa, sentados en sofás y sillas aquí y allá. Entonces me doy cuenta de que, en El Náutico, no me hace falta llamarme Maruxa y ser de O Grove de toda la vida para sentirme en familia. Y pienso que volveré.
¿El secreto?¿Por qué programar a un montón de grupos en tres días agotadores, en los que las músicas de uno y otro escenario se mezclan entre sí, todo ello aderezado con inmensas masas de gente bien apretada? El Náutico ofrece lo que en festivales tradicionales serían grandes cabezas de cartel, pero de uno en uno. El punto que marca la diferencia es el cuidado de cada espectáculo, el no preocuparse por llenar el local, sino por llenar las almas y los cuerpos de buena música. Y las colaboraciones. "La gente viene a tocar, se prenda del lugar, deciden quedarse algunos días más, y terminan haciendo migas y colaborando con el grupo que venga después", me cuenta Carlos Castro, responsable de comunicación. Tampoco hay gran preocupación por llenar el espacio. De hecho, prefieren los conciertos discretos, plagados de anécdotas. El Náutico se esfuerza, verano a verano, por huir de la idea de concierto como máquina expendedora de música y ofrecer una experiencia real, rica, emocionante para todos.