¿Recuerdan aquel esplendor del ‘indie’?
Llega una noticia agridulce: World Circuit Records deja de existir como sello independiente, al ser adquirido por BMG. No lo tratemos como un drama: se han intercambiado varios millones de euros y su fundador, Nick Gold, pasa a integrarse en la estructura de BMG.
World Circuit, recuerden, editó a Ali Farka Touré, Orchestra Baobab, Toumani Diabate y los veteranos de Buena Vista Social Club, álbum de fenomenal impacto. Ya que estoy leyendo Freak scene. Los chalados e inconformistas que crearon la música independiente, 1975-2005 (Contraediciones), se me ocurre consultar lo que allí se dice de World Circuit.
La búsqueda se hace difícil, al carecer de índice. Y no figuran World Circuit ni etiquetas tan decisivas como Incus, Topic, Ace, Real World. Cierto que, aunque sean técnicamente independientes, no cumplen la descripción –espero que humorística- del autor, Richard King, sobre la música indie: “Un género interpretado por cuatro o cinco jóvenes blancos, cuyas canciones documentan su paso a la edad adulta con alguna que otra secuencia de acordes disonantes y un aspecto subalimentado en el vídeo promocional”.
Ya, ya nos vamos entendiendo. En la vida real, las definiciones de lo indie se amplían o encogen a gusto del usuario: cuando se quiere destacar lo improbable del éxito de Adele, se recurre a que graba para el sello indie, XL Recordings, pero su modus operandi (multiplicidad de colaboradores) resulte similar al de las divas de multinacional.
Lo que se cuenta en Freak scene es sensacional; de hecho, la saga de Factory Records ya se convirtió en una gloriosa comedia (24 Hour Party People). Hablamos de la conquista de un sector de la industria musical por un puñado de puristas, visionarios, listillos y caraduras. En general, parten del decálogo de Malcolm McLaren, olvidando que el temible mánager de los Sex Pistols intentó –y logró- exprimir a las disqueras grandes, nada de crear infraestructuras para la creatividad sonora.
King trabajó durante 150años en Domino, una de las indies más sólidas (lástima que sepa poco del resto de la industria, como revelan algunos errores). Se ha esforzado en entrevistar a los principales protagonistas, con lo que buena parte del tomo son citas entre comillas. Hay un problema con semejante liberalidad: no se cuestionan las declaraciones más chocantes. Son varios los capitostes que alardean de no saber nada sobre dirigir una compañía discográfica; cuando lo dice alguien como Daniel Miller, responsable de lanzar mundialmente a Depeche Mode y parte del gigante EMI durante años, uno se pregunta si simplemente estamos ante una boutade.
Como es habitual en estos libros, se habla poco de dinero; se reiteran unas leyendas que van adquiriendo consistencia pétrea: que, debido a la envoltura que diseñó Peter Seville, se perdía dinero en cada copia despachada de Blue Monday, el megaéxito de New Order. Me permito dudarlo: por aquellas fechas, la modesta Cherry Red acumulaba beneficios con Pillows & Prayers, elepé recopilatorio que se vendía por el precio de un single.
La imagen que transmite King: aquello se caracterizaba por la ineptitud en el control de gastos, las celebraciones babilónicas, los excesivos lanzamientos. Existía, aunque no quieran reconocerlo, una red de seguridad: las multis estaban dispuestas a comprar indies en apuros (a veces, eran propietarias parciales, gracias a la inversión oculta en discográficas de cazatalentos probados).
Fueron años extraordinarios, cuando la capacidad británica para promocionar música indie se alimentaba de la sinergia entre artistas, sellos y medios entusiastas. Freak scene termina en 2005, al año siguiente de la inesperada muerte del radiofonista John Peel, el máximo publicista. El mundo digital también asfixiaba a muchas revistas musicales, que ya veían el precipicio. En contra de lo que predicaban los evangelistas de Internet, las nuevas reglas del juego terminarían favoreciendo a los imperios transnacionales.