Persiguiendo el rastro de Gene Clark

Persiguiendo el rastro de Gene Clark

Imaginen que han recibido el visto bueno de una editorial para escribir una biografía sobre Gene Clark, sí, el que se bajó del avión, el pájaro que no quería volar. No tardas en advertir que esto no es tan fácil como esperabas. Contactas con John Einarson, quien más y mejor ha escrito sobre Gene, los Flyin´ Burrito Brothers y el country-rock y muy amable te dice que muy bien, que ánimo.

John es un profesor de Historia de un instituto en Canadá retirado hace tiempo. Entablamos una curiosa complicidad que se queda ahí. No va a soltar ni prenda, lo que sabe es lo que ha contado, ni más ni menos. Los principios siempre son duros, amigo, pero el buen reportero en el que me he convertido no puede cejar en su empeño. Voy preparado, con mi grabadora, mi gorra de Radio Birdman y una cazadora que no me quito ni para dormir. La ruta americana me espera. Tras meses de contactos, consigo ganarme la confianza de Kai, el hijo de Gene Clark.

Vive en un lugar remoto del norte de California, una zona montañosa pasado Sacramento. Como si fuera un encuentro entre mafiosos, no me dice el lugar exacto hasta minutos antes. Y comienzo a registrar datos, los recuerdos de Kai, el primer gran tesoro que te provoca un intenso hormigueo en el estómago. No piensas en que esa hora y media de charla habrá que transcribirla y que tardarás el doble o el triple en darle forma. A partir de ahí comienzan a precipitarse los acontecimientos. Carla Olson, que estuvo muy cerca de Gene Clark en los últimos años de su vida, pasa por Austin para el estreno de una película del marido de su hermana. ¿Que si estoy dispuesto a bajar de Dallas a Austin? “Chicos, todos al coche”. Meto a los churumbeles en el Nissan destartalado y nos alojamos en un motel de carretera, a la entrada de la ciudad. Carla no viene sola, le acompaña Saul Davis, que fue manager de Gene y estuvo en la casa horas después de la muerte del poeta.

El buen reportero se hace con un nuevo tesoro y casi sin darse cuenta entra en una rueda, como un hámster, de la que ya no va a poder salir. Comienza a descubrir que la vida de Gene es un puzle con piezas que parecen no encajar, etapas oscuras, relaciones peligrosas, grabaciones sin publicar. Consigues contactar en Los Ángeles con Domenic Priore, un gurú de la música de los sesenta en Sunset Strip que realizó una mítica entrevista a Gene en 1985. Y ante tu sorpresa, se presta a hablar, acaso porque su familia llegó a Nueva York desde Nápoles, a principios del siglo XX, y le enternece verse con alguien tan cercano al mar Mediterráneo. Domenic sabe tanto de country rock, conoce tan bien a Gene Clark, lo valora de manera tan profunda, que conectas en una suerte de amor cósmico.

Ya vas lanzado, ya nada te puede detener. Puedes mencionar nombres como carta de presentación. Y la bola se va haciendo más y más grande. Hablas con Paul Kendall, que hizo el único documental que existe sobre Gene, con Andrew Sandoval, experto en música de los sesenta en California, que remasterizó el No Other, y cada vez recibes menos resistencia: quieren hablar, apenas se preguntan por tu extraño acento y por qué tanto interés viniendo de España. John York, de los Byrds, se apunta a contestar, lo mismo que Rick Clark, su hermano pequeño, que compuso a medias con él algunas canciones. Quieres más y más confidencias, te vuelves insaciable: consigues doblar el brazo a Michael Quercio, a Tom Stevens, a George Alexander de los Flaming Groovies, sientes que la nave va.

En un acto de temeridad intentas contactar con Michelle Phillips, sin recibir respuesta. Lo mismo que Joanelle Romero. Hubo muchas mujeres en la vida de Gene. Pero una sí habla contigo, precioso documento que abre el libro, porque Karen estuvo con Gene en sus últimas horas. El buen reportero, en su transformación molecular ha perdido el miedo: tras subir hasta Albion y Mendocino, contacta con Greil Marcus, que le contesta un email lacónico. Empezamos a toparnos con las superstars. Lo mismo ocurre con Roger McGuinn. Hablo con uno de sus hijos, me da su teléfono: nada. Me da el email de su mujer: nones. Llego hasta el paroxismo, hasta que finalmente me dice el hijo: “Mira, si no quiere hablar, publícalo sin él”. Y así ha sido.

Nada que ver John Delgatto, factótum de Sierra Records, que pese a estar muy enfermo fue siempre cariñoso. Mucha mejor fortuna tuve con los músicos, Richard Greene, el violinista, Craig Doerge, el guitarrista, Don Beck el mandolinista de Dillard & Clark o el afable batería, luego en los Burritos, Jon Corneal. Y entonces es cuando Chris Hillman se planta en Dallas para actuar con Herb Pedersen. Hablar con Hillman fue algo excepcional, uno de esos momentos. No podía dejar de pensar en su padre, al que perdió antes de su dieciocho cumpleaños. Hillman, el hombre en la sombra, pero siempre presente, en prácticamente todos los discos de Gene Clark. Vuelves a Madrid, ha pasado un año que parece un siglo y notas que sigues siendo tú mismo, pero en algo has cambiado. Ya no tienes miedo. Te encuentras con que Sid Griffin viene a tocar a un garito de tu ciudad, sabes que tienes que verle. Le entras en la puerta y te lleva a un cuartito minúsculo. Enciendes la grabadora. Ya está, sientes que el puzle puede encajar, que puedes desvelar los muchos misterios que rodean la vida y las canciones de Gene Clark, el titán de la música americana.

Ahora, haz con todo eso un libro y, a pesar de todo, siempre quedan líneas fuera. Como esto que me escribió Bob Lind: “Nunca tuvimos mucha cercanía. Nunca nos dejó entrar. Supongo que había roces entre nosotros. Escucho esta canción ahora y creo que debería haberlo escuchado a él entonces. No es que pudiera haber evitado su trágica muerte, pero eclipsada por Eight Miles High y Feel a Whole Lot Better, Silver Raven nos revela más sobre él de lo que nunca nos dejó ver”.

Álvaro Alonso es autor del libro Gene Clark. Vuela hacia el sol (Lenoir Ediciones).

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