Maluma, el seductor que se enamoró de sus palabras
Le brillaba todo: el pelo recogido en un moño japonés, la camisa, los laterales del pantalón, las pulseras de brillantes, el reloj, el marco de las gafas de sol, el micro: parecía una joyería. Estaba sobre el escenario, captado por todas las cámaras del recinto, moviéndose pesadote, como pisando clavos con los que remachar un entarimado sobre el que caminaba con mocasines sin calcetín. Delirio. Ellas, aplastante mayoría en el Sant Jordi, proyectaban sus sueños mientras él cantaba Corazón y luego, para rematar la seducción, Venta pa’ca evocando a Ricky Martin. Humo, luces, cuatro músicos y un cuerpo de bailarinas en lencería fina dando golpes de karate con las caderas. Subía el tono en la platea, abandonadas las sillas por quienes podían arremolinarse en torno al provocador por el que él deambulaba mientras, picaruelo, cantaba Me llamas como si realmente estuviese abriendo sus puertas. Maluma, la sensación, trabajándose el personaje. Maluma, el músico, afrontando dos horas de concierto para reafirmarse como estrella latina y evidenciar que el reguetón ya reina en casi monopolio.
Dividió Maluma su concierto en cuatro partes: el citado y vigoroso arranque, una transición hacia un tramo acústico en el que se eternizó para subir a escena a una joven de las que no salen en sus clips con la que quiso proyectar una imagen humana y ajena al machismo que de puro demagógica, compasiva y chapucera se cayó por su propio peso, otro fragmento rítmico con Borro cassette, Chantaje, Bella y Carnaval como platos fuertes y el tramo de bises rematado por el celebérrimo Cuatro babys. Dicho así parecería que el concierto transcurrió veloz, una imparable concatenación de éxitos capaz de remover los cimientos del Sant Jordi, lleno aunque insólitamente poblado de sillas, abandonadas a las primeras de cambio como un novio plasta. Pero no, lo que sobre el papel parecía una actuación dinámica resultó un diente de sierra mellada.
Y es que Maluma se encanta y no puede dejar de hablar, y cuando él no lo hacía, un músico que recordaba a Bruce Willis animaba el cotarro mientras la estrella se cambiaba de ropa, luciendo por cierto unos modelitos idóneos para ejemplificar la extravagancia. Pero Maluma volvía a hablar y decía naderías, o pedía que le enseñaran banderas, hasta entonces anudadas a lo Superman como estelades en el Canet Rock, o pedía a las fans que le mostrasen sus carteles, y de platea emergían declaraciones de pasión, “soy tus cuatro babys” rezaba el sostenido por una chica con aspecto de poder hacer realidad su aserto, mientras Maluma, camiseta imperio, más tatuado que un futbolista, alargaba los entreactos hasta la extenuación logrando lo imposible: que el público volviese a sus sillas mientras un señor de la platea gritara “queremos perrear”. Y sí, Maluma se marchaba por los cerros de Úbeda facilitando que el público perdiese por momentos el hilo de la actuación.
Cuando este se reanudaba reflotaban los ánimos, reaparecía el ritmo y ellos volvían a sonreír satisfechos porque ellas, sus parejas, de nuevo brillaban en sus vestidos mientras el baile se enseñoreaba del recinto y los más entregados bajaban su centro de gravedad hasta el punto en el que Pajares comenzaría un chiste sobre el lumbago. Maluma, de movimientos escasamente felinos, cuerpo sólido, piernas abiertas como para iniciar una haka maorí, pateaba el suelo marcando el ritmo y se dejaba ver. Se abrían de nuevo las sonrisas. Triunfó, sí. Ni asomo de polémica, hasta cierto punto estéril, ya que el machismo de Maluma y de tantos otros no sólo descansa en alguna de sus letras, sino en la proyección que de la mujer hace y el papel que le otorga en un romance, mayormente pasivo, de objeto conquistable y voluble. Triunfó Maluma, pero a la vez dejó las ganas de verle en un concierto sin interludios ni verborrea de vendedor ambulante. Igual es imposible