Liam Gallagher saca músculo sin deslumbrar en el Sonorama Ribera

Liam Gallagher saca músculo sin deslumbrar en el Sonorama Ribera

Empezó a sonar por los altavoces un grito: “¡campeones!”. En inglés mezclado con español, en un juego tonto de palabras que decían algo así como champiñones. A decir verdad, era el mismo grito que el de los partidos de fútbol, cuando los equipos se llevan el trofeo y cantan a pulmón abierto su conquista. Y parecía que Liam Gallagher iba a ganar su partido en el escenario principal del Sonorama Ribera sin tener que jugarlo. De antemano, con todo el público entregado y vencido al aura de la estrella del festival. Parecía que ya lo anunciaba: campeón yo, Liam Gallagher, el gallo del brit-pop, la parte con más chulería hinchada de Oasis.

Salió con su paso de pavo real y su chubasquero característico, como si fuera a jugar una pachanga de fútbol con los colegas, y lo primero que soltó por el micrófono fue que aquí estaba una rock and roll star, una estrella del rock, las mismas palabras que se podían leer en grande en mitad del escenario. Y, precisamente, Rock and roll star fue la primera de las canciones que él y su banda interpretaron en la noche del viernes, cercana la medianoche. Sonó contundente, como un chutazo en mitad del área grande, entrando por el palo largo. Al menos, el chulo de Manchester, que aseguró a este periódico que es el mejor músico de la historia de Reino Unido, demostraba a las primeras de cambio que sabe jugar.

Cómo no saber de qué va esto si formó parte de Oasis, una de las bandas británicas que marcaron una época, aunque jamás fueron tan buenos como ellos mismos proclamaron y toda la prensa británica les concedió en esa lucha de interesada de portadas y egos que fueron los noventa con el grunge en Estados Unidos, con el sensacionalismo británico en el pop instalado, con las armas en alto. Oasis fueron una estupenda banda de pop-rock británico, con ese don por el beat, heredado de los grandes conquistadores de las islas como los Beatles, los Kinks o los Who. Y Liam Gallagher, voz de Oasis, no ha perdido el punch, su capacidad para golpear.

Anoche lo hizo: golpeó con ganas, aunque no fue deslumbrante en canciones de Oasis como la propia Rock and roll star, Supersonic o Whatever. Acompañado de un grupo atado en corto bajo su presencia imponente, el menor de los Gallagher dio rienda suelta a su estilo de pop-rock británicamente cazurro. Entiéndase esto como un modo de concebir la música en la tierra de John Lennon, Keith Richards y Joe Strummer como una bola de demolición, sin apenas aristas, sin cromatismos sonoros, sin detalles más allá de unas guitarras tensadas y afiladas, que sonaron fieras. A Liam todo lo que le sobra de frontman le falta de magia, de ese estado superior de la creación artística que tienen o tuvieron compatriotas aún vivos como Paul McCartney, Paul Weller y -sorry, bro- su hermano Noel. Con todo, su voz es imbatible, todo un hito generacional. Nada la tumba. Y eso siempre ayuda incluso cuando se sale de los clásicos de Oasis y canta Wall of Glass o For What It’s Worth, pertenecientes a su último disco publicado el año pasado. Pandereta en mano, manos a la espalda o metidas en los bolsillos de atrás de los pantalones, conseguía sacar músculo. Y, aunque fue a piñón fijo con esa mirada siempre enfrentada con el planeta tierra, se le vio más rodado que en el Dcode de Madrid hace un año.

Y todo esto casi se queda en cenizas, casi parece palabrería, cuando llega el momento de Wonderwall. El karaoke intergeneracional, algo más grande que el propio Liam Gallagher. Un himno de la vida, que incluso anoche en Aranda de Duero se permitió una parada al comienzo de la canción, por una entrada errónea de la banda que molestó a Liam y hubo que volver a repetirlo. Dio igual. Ese momento no se estropea por nada. De ahí los cientos de móviles grabando, los abrazos y los cánticos intensos y emotivos. Y Liam crecido en su figura, aunque luego acabase el concierto con una interpretación bochornosa de Live Forever. Como se pudo cantar tan mal después de todo.

Antes hubo momentos destacados, como el concierto que dio Ángel Stanich, cada día más carismático sobre el escenario. Su ímpetu y el de su banda son encomiables en ese rock visceral y ácido tan personal como celebrado. En el mismo escenario principal tocaron después Nada Surf, una banda pletórica en su recreo guitarrístico tejido en las mismas entrañas de Nueva York. Es muy difícil que defraude este grupo con un oficio extraordinario y un talento a pruebas de balas pero el sonido no estuvo a la altura. Se oyeron bajos, casi deshinchados, un mal que ya aquejó la jornada anterior a Bunbury.

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