Las confesiones de un narcotraficante gallego
Hace un año, durante una comida de negocios para publicar su libro con un grupo editorial —finalmente, lo autoeditó: Toda la verdad;Pejurito, 2018—, Laureano Oubiña se lamentaba a un editor de su precariedad económica, pues disponía al mes de una cantidad irrisoria. Habló y habló en aquella cita y, al terminar, aceptó que su interlocutor se hiciese cargo de la factura. Para la propina, eso sí, sacó un fajo de billetes atado con una goma y dejó uno de 50 euros.
En el documental Yo soy un narco, que DMAX estrena el martes 13 de noviembre (22.30), y que tendrá una segunda parte en la noche del miércoles con un careo insólito, tras 25 años sin verse, entre el arrepentido Ricardo Portabales y él, Oubiña habla de aquella cooperativa que los contrabandistas gallegos montaron para organizar las descargas de tabaco y los puntos que se repartían para hacerlo. Oubiña dice a cámara que allí, en contra de lo que se piensa, mandaba él y no Vicente Otero Terito, el veterano contrabandista. “Yo era el jefe”, dice. “Yo y…”, y se señala la entrepierna con los dos pulgares. “Yo y…”, repite el gesto, riéndose.
Las dos escenas, una ocurrida fuera de las cámaras y ante ellas, retratan a la perfección a una figura exagerada que parece escrita por un guionista. Oubiña se ha construido un personaje para el que no ha dejado de lado ninguno de sus defectos y virtudes, si bien estas últimas son las que le mandaron más de 20 años a la cárcel. Que pudieron ser más, cuenta, si no hubiese comprado a un agente policial para que girase el casquillo de bala con la que quiso matar a Terito, el viejo contrabandista inspirador de todos de los demás, en el exterior del parador de Cambados. “Fue un intercambio de favores con ese agente. ¿Tú quieres que me condenen a mí por un intento de asesinato? Lo cuento porque ha prescrito, no te jode”. Dice que un lugarteniente suyo le movió el brazo y el disparo salió para arriba, y que el recepcionista del parador le contó después que Terito subió a la habitación con el pantalón “cagado”. ¿La razón? Oubiña lo acusaba de venderlo a la policía.
Aquella fue la época que muchos periodistas que salen en el documental Yo soy un narco, como Elisa Lois, conocen bien por haberla cubierto día a día, y que retratan bombazos editoriales como el libro Fariña, de Nacho Carretero, y la serie homónima producida por Bambú. Una época que sigue dando que hablar editorialmente con la reedición del libro de Perfecto Conde La conexión gallega (Foca) y la novedad Narcogallegos(UDL Libros), de Víctor Méndez. Época sobre la que el excomisario de Pontevedra Enrique León recuerda en el documental cómo un mando de la Guardia Civil llegó a Vilagarcía y preguntó, asombrado, por la cantidad de Mercedes que tenían unos agentes con sueldos bastante raquíticos.
El periodista e investigador del narco Felipe Suárez cuenta que los bancos de la zona abrían a las 3.45, en cuanto terminaban las descargas. Eso para el dinero que se contaba, pues “lo demás lo metían donde podían”, dice. Responde en otro plano el propio Laureano Oubiña: “Ni lo contábamos: lo metíamos en bolsas de deporte”. Pero, matiza, él siempre intentaba pasar desapercibido. “No tenía coches de lujo, ni me veías cerrando barras americanas”, dice quien compraría años después el pazo Baión con su segunda mujer. “Era tan celosa que se celaba del viento que me daba en la cara; venía a las descargas de tabaco, no sé si por el tabaco o por no perderme de vista”, dice su viudo.
Lago fallecida en un accidente de tráfico, ocupa un lugar fundamental en Yo soy un narco. “Una mujer de pueblo, pero, como Laureano, con una inteligencia natural y una capacidad de supervivencia enorme. Vestida como se viste en los pueblos si tienes dinero: más joyas de las que puedes soportar, más abrigos de los que puedes soportar”, cuenta el periodista Aníbal Malvar.
Fue “un amor a primera vista y un flechazo total”, dice Oubiña, que considera su primer matrimonio, a los 17 años, un “entierro”. Puede pensar el espectador que fue así por breve, pero todo lo contrario: tuvo ocho hijos, de los que viven siete y no se habla con ninguno. “He sido mal marido y mal padre, porque un buen padre no se dedica a hacer cosas que te puedan encerrar tantos años”, reconoce para recordar que trabajó dentro de la ley y fuera de ella, y allí mandaba él.