La maestría de Flaming Lips y Cat Power seduce en el cierre del Visor Fest de Benidorm

La maestría de Flaming Lips y Cat Power seduce en el cierre del Visor Fest de Benidorm

Si alguien aún necesita certificar que la infancia es ese edén particular que todos cobijamos en nuestro interior, el reino de fantasía al que todos ansiamos volver como antídoto para encarar un mundo incomprensible, hará bien en darse una vuelta por Benidorm: no importa lo que marque el DNI, porque aquí todos – ya sean ancianos estirando músculos sobre la arena de la playa, exprimiendo su retiro dorado, críos subidos a un tren turístico o haciendo cola en un parque de atracciones o veinteañeros británicos sonrosando su piel lechosa en pubs de madera que trazan inverosímil nexo entre la playa de Levante y las grises calles de Manchester o Newcastle – son niños.

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Esencialmente niños. Y no hay otra banda en el mundo capaz de metabolizar mejor ese anhelo que los Flaming Lips, ni músico más feliz de dar con sus huesos en ese universo algo freaky (así definió la ciudad él mismo) que el jubiloso Wayne Coyne, el hombre de la sonrisa eterna, chamán de un universo de brujas, hadas, unicornios, ranas con ojos diabólicos y castillos que brillan con más fuerza que cientos de guirnaldas: una experiencia alucinógena con más de tres décadas de maduración que él mismo explica, a falta de mejor definición, como música navideña hecha por punks (así nos lo confesó). El delirante imaginario neopsicodélico de la banda de Oklahoma –única fecha en España– puso el brillante broche a un Visor Fest que luchaba contra varios elementos: el siempre difícil despegue de cualquier cita inédita, dirigida además a un público de mediana edad pero musicalmente exigente, y el añadido de su coincidencia con otro festival asentado en la ciudad, el Funtastic Dracula Carnival en la discoteca Penélope.

Al son del Así habló Zaratustra de Richard Strauss enfilaron los Flaming Lips su particular odisea por el espacio en el Parc de l'Aigüera. Pese a que en los últimos tiempos agotan su veta experimental en compañías tan insospechadas como Miley Cyrus, suelen tirar en vivo de fondo de armario, repitiendo los mismos trucos que hace tres lustros: el derroche de confetti en la extasiante Race for the Prize, el robot hinchable en la simpática Yoshimi Battles de Pink Robots, los globos oculares secundando los guitarrazos de The W.A.N.D., el arco iris que resalta Do You Realize? o esa enorme esfera de plástico transparente en la que Wayne Coyne lleva años metiéndose para dar vueltas sobre las cabezas de sus fieles, y con la que ahora clava Space Oddity (David Bowie). Exprimiendo lo más accesible de su producción entre 1999 y 2006, vaya, con guiño a aquel imposible hit previo que fue She Don't Use Jelly.

Pero justo cuando uno ya no sabe si su apabullante puesta en escena es más deslumbrante o reiterativa, irrumpe su líder subido a lomos de un unicornio de madera al ritmo de la subyugante There Should Be Unicorns para luego embaucar al personal con la cegadora protoelectrónica lisérgica de How?? y no queda otra que volver a desearles que nunca se jubilen. No habrá otra banda igual, ellos rompieron el molde.

Con argumentos opuestos, desde la serenidad y el arrullo, sin la menor estridencia, fue Chan Marshall (Cat Power) la otra presencia magnética de la segunda noche del Visor. Con el aval del sensacional álbum The Wanderer, la garantía que da su actual fase de estabilidad emocional (sin las veleidades escénicas de antaño) y el pedigrí de su portentoso timbre vocal, entre la tradición del soul sureño y el folk crepuscular, la de Atlanta hechizó con un set íntimo y narcótico, secundada por una banda precisa. Haciendo que el arcano poder de atracción de sus canciones propias parezca de otros, y que las ajenas parezcan suyas, con préstamos líricos que ella somatiza con el trazo propio de las grandes intérpretes. Un señor concierto el suyo, por fin a la misma altura de vuelo que sus grabaciones.

Tampoco el resto del diverso cartel de anoche deslució: el efervescente punk pop de fuerte impronta melódica de los norirlandeses Ash se mantiene tan lozano como hace 20 años, aunque en una hora y media se torna algo redundante; los siempre elegantes Saint Etienne tiraron de hits entrados en años (Like a Motorway, su relectura del Only Love Can Break Your Heart de Neil Young, Nothing Can Stop Us, He's On The Phone) para multiplicar el componente bailable de su concierto –fue de menos a más– y maquillar la falta de fuelle vocal de Sarah Cracknell, y los !!! (chk, chk, chk) del infatigable Nic Offer (por él no pasan los años) pusieron el cierre con su habitual derroche de entrega, entre el punk funk de antaño (Pardon My Freedom) y sus recientes (más convencionales, igual de efectivos en directo) devaneos house. Como al resto de músicos del fin de semana, no les importó en absoluto encontrarse con una concurrencia muy inferior a la que suelen encarar. A eso se le llama casta.

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