‘House of Cards’, desvarío en la Casa Blanca

‘House of Cards’, desvarío en la Casa Blanca

Cuando en 2013 se estrenó House of Cards, la televisión era otra. Netflix se lanzó a la piscina y, tras Lilyhammer, un drama mafioso noruego que se había convertido en 2011 en su primera serie original, House of Cards fue todo un golpe en la mesa. David Fincher, que venía de dirigir El curioso caso de Benjamin Button (2008) y La red social (2010), se ponía tras las cámaras de los dos primeros capítulos. Estrellas de Hollywood como Kevin Spacey y Robin Wright eran los protagonistas. La plataforma online mostraba así sus cartas para iniciar la revolución que estaba a punto de producirse y abrir paso a una nueva televisión, una en la que el espectador es el que tiene el poder de decir cuándo, cómo y dónde ve los capítulos. Una televisión quizá más solitaria en ocasiones, pero también mucho más libre. Una que permite quedarse hasta las tres de la madrugada devorando la historia favorita de cada cual sin más interrupciones y límites que los que uno quiera ponerse. Tras Netfllix vinieron Hulu, Amazon, Facebook, Apple... Gracias a House of Cards tenemos hoy The Handmaid's Tale (Hulu), The Crown (Netflix) o a Julia Roberts en Homecoming (Amazon Prime Video).

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Este thriller político, basado en una miniserie británica de 1990, llegó recubierto de una pátina de prestigio desde el minuto uno, pero con demasiada rapidez empezó a mostrar su verdadero rostro, uno mucho más cercano al placer culpable y la sucesión de oyoyoyoys de Scandal que a El ala oeste de la Casa Blanca. Porque, aunque el mérito de servir de pistoletazo de salida a una nueva televisión nadie se lo puede negar, también es cierto que House of Cards siempre se ha creído mejor de lo que realmente es.

En las seis temporadas que ha durado —la última se puede ver en Movistar +; el resto están en Netflix, porque se estrenó antes de que en España ni siquiera se nos pasara por la cabeza que Netflix terminaría produciendo series españolas o elevando producciones nacionales ajenas a fenómenos mundiales—, la historia de Frank y Claire Underwood, un matrimonio sediento de poder y dispuesto a cualquier cosa por lograrlo, ha pasado de un thriller sobre las cloacas de la política estadounidense y la Casa Blanca más o menos creíble a una carrera alocada en busca del siguiente giro imposible. A ratos ha sido muy divertida de ver; otros ratos ha sido soporíferamente aburrida. En sus tres últimas temporadas ha abrazado su lado mamarracho sin concesiones. El responsable de la serie hasta la cuarta entrega, Beau Willimon, abandonó el barco cuando ya empezaba a hacer agua. Y la despedida le ha llegado cuando ya estaba tocada y hundida.

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A pesar del despido de Kevin Spacey tras el escándalo de abusos sexuales en el que se vio envuelto, los productores prefirieron continuar una temporada más con Robin Wright como protagonista y aprovechar que el final de la quinta entrega situaba a Claire Underwood en el Despacho Oval. Aunque no esté presente físicamente en esta última tanda de ocho episodios, la sombra de Frank Underwood es constante. No pasan 10 minutos sin que alguien le mencione o sin que se tomen decisiones condicionadas por sus actos previos. "Necesito enterrar a Francis de una vez por todas", dice Claire en una de sus muchas intervenciones mirando a cámara. Porque sí, el personaje está tan muerto como la carrera de su intérprete.

"Cada vez hay más cadáveres", dice una periodista hacia la mitad de esta última etapa. En House of Cards, los políticos tienen cadáveres ocultos en los armarios y están dispuestos a sacarlos en cualquier momento para lograr sus objetivos. Esta frase es más literal de lo que debería, lamentablemente, pero el chicle se ha estirado tanto que uno ya puede esperar cualquier cosa.

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La serie ha querido introducir tramas relacionadas con la realidad política internacional, incluir acuerdos y enfrentamientos con Rusia, reivindicar el feminismo, el uso de aplicaciones móviles que vigilan a sus ciudadanos, un clima político tan polarizado como el que se vive en la actualidad... Pero todo ello ha sonado a excesivo. Esto no es The Good Fight. Ni siquiera Veep. Se ha tomado demasiado en serio y ha acabado pasándose de rosca.

A pesar de haber contado con ocho episodios para prepararlo, el final resulta demasiado brusco, caricaturesco y muy decepcionante. Siempre es complicado terminar una serie. Por suerte para House of Cards, a estas alturas resultaba difícil que alguien se acercara a su conclusión manteniendo grandes expectativas. Como decía Frank Underwood en aquella primera escena en la que mataba un perro con sus manos: "Ya está. Se acabó el dolor". House of Cards era un cadáver andante, una caricatura de lo que había sido, de lo que quería ser. Ahora ya puede descansar.

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