Excesos y carencias en Múnich
El final del Festival de Ópera de Múnich −un festín para los amantes del género, con representaciones diarias, y a veces simultáneas, de altísima calidad a lo largo de 38 días− acaba de clausurarse haciendo convivir en dos días consecutivos a las dos últimas creaciones de Leoš Janáček y Richard Wagner. Ambos sabían desde mucho antes de morir que Desde la casa de los muertos y Parsifal serían su canto del cisne, y así se encuentra reflejado en su correspondencia. Sin embargo, mientras que el checo no llegó siquiera a ver su obra interpretada (el tercer acto quedó incluso sin revisar tras su muerte en 1928), el alemán eligió la suya para consagrar el Festspielhaus de Bayreuth, controlando hasta el último detalle de su estreno y estipulando que no podría representarse en ningún otro lugar. Con ello convertía el teatro inaugurado en 1876 con El anillo del nibelungo en el santuario wagneriano al que todos sus fieles habrían de peregrinar si querían ser partícipes de su testamento artístico, además de, en un ámbito más prosaico, garantizar un flujo regular de ingresos para su familia tras su muerte. La ley, sin embargo, pudo más que la férrea voluntad del genio y a partir de 1914, como dictaba la Convención de Berna, la obra pasó a ser de dominio público y teatros de medio mundo se apresuraron a representarla en sus escenarios, una carrera enloquecida que ganó el Gran Teatre del Liceu de Barcelona en lo que debe de haber sido la Nochevieja más extraña que ha conocido la ciudad.
Aparte de su condición terminal, resulta difícil encontrar muchas concomitancias entre Desde la casa de los muertos y Parsifal, cuyo primer acto ya es más largo por sí mismo que toda la ópera de Janáček, y cuyos cuatro personajes principales (cinco, si añadimos a Klingsor) contrastan fuertemente con la esencia colectiva de su compañera, protagonizada a un tiempo por todos y por ninguno de los presos que llenan sus escenas. Ambos compositores escribieron sus propios libretos, pero mientras que Wagner fue puliéndolo, como era su costumbre, en sucesivas redacciones a partir de un boceto inicial en prosa, Janáček se limitó a entresacar frases y episodios sueltos de la novela homónima de Fiódor Dostoievski, traduciéndolos él mismo del ruso sin ni siquiera dar forma a un libreto propiamente dicho. Sí coinciden en utilizar el monólogo como el elemento que hace avanzar la trama, pero en Wagner son largos y sinuosos, como es de rigor, y en Janáček no pasan de ser breves, fugaces e incisivas pinceladas, cuando no puñaladas.
Curiosamente, las puestas en escena de una y otra que han podido verse en Múnich han resultado también antitéticas: la de Parsifal, por sus carencias; la de Desde la casa de los muertos, por sus excesos. Puestos a elegir, es preferible, desde luego, lo primero, ya que la música de Wagner es tan avasalladoramente autosuficiente (y el argumento de Parsifal tan reducible, en última instancia, a tres o cuatro frases) que la abrumadora ausencia de ideas propias mostrada por Pierre Audi molesta mucho menos que el intervencionismo a ultranza perpetrado por Frank Castorf.
El gran atractivo de esta nueva producción de Parsifal (la otra gran apuesta del Festival de Múnich ha sido el excelente Orlando Paladino de Haydn) era la escenografía de Georg Baselitz, uno de los grandes artistas alemanes vivos. Fiel a su credo estético, los tres telones que ha pintado −uno por acto− y los decorados son inmediatamente reconocibles como suyos: figuras humanas tortuosas y colocadas boca abajo, el muro de una fortaleza en blanco y negro en el segundo acto y un bosque con árboles en el primero que también gira 180 grados a modo de metáfora invertida en el tercero. A partir de ahí, Pierre Audi podría haber hecho casi cualquier cosa, porque Baselitz le dejaba todo el campo libre. El libanés, sin embargo, plantea un Parsifal estético y estático, en el que cantantes y coro parecen protagonizar más un auto sacramental que una ópera. Klingsor y Kundry, por ejemplo, cantan en el proscenio, delante del telón, toda la escena inicial del segundo acto, las músicas de transformación no tienen ningún correlato visual y, ante el sinfín de interpretaciones que admite la deliberada ambigüedad y polisemia de Parsifal, Audi ha optado casi por una imparcial versión de concierto, o por una sucesión de tableaux vivants, como si no quisiera restar protagonismo al marco artístico diseñado por Baselitz y como si prefiriera no meterse en ningún campo minado de los muchos que rodean −o pueden rodear, si se traspasa el foso de su campo semántico inicial− a la última creación wagneriana. Aciertos puntuales –puramente estéticos− fueron el destello blanco deslumbrante en el momento en que Parsifal comprende por fin el significado de la compasión y siente arder dentro de sí la herida de Amfortas, el bosque iluminado por una tenue luz morada en el tercer acto o el lento y trabajoso ascenso de los caballeros del Grial comandados por el propio Amfortas hacia la tumba de Titurel.
Por fortuna, la magra puesta en escena quedó compensada con una prestación musical sobresaliente y de una riqueza difícilmente igualable en ningún otro teatro. El cuarteto protagonista era, literalmente, de ensueño. René Pape, aunque su voz ha perdido parte de la ductilidad y la redondez de antaño, compone un Gurnemanz, si no de gran humanidad, sí de enorme capacidad y fluidez comunicativa, algo esencial en un narrador nato como lo es este personaje. Con su dicción de ensueño, con su técnica inmaculada, el bajo alemán carga sobre sus hombros con buena parte del peso del primer y el tercer acto. El terrible calor que hacía el martes en Múnich, tanto fuera como dentro de la sala, le hacía a Pape tener que secarse disimuladamente el sudor que le caía a chorros por la cara, pero nada pudo obstaculizar su canto elocuente, intenso y equilibrado. Otro virtuoso de la dicción, Christian Gerhaher, parece nacido para cantar Amfortas, un personaje torturado y neurótico, dos cualidades que el barítono ha confesado identificar en su propia personalidad. Vestido de blanco en medio de una producción dominada por los colores oscuros, con un bastón en el primer acto y una muleta en el segundo, con su herida sempiterna en el costado dejando un copioso rastro de sangre en su ropa, Gerhaher infunde un lirismo extraordinario a sus dos grandes monólogos. Fue superior incluso el del tercer acto, donde hizo subir mucho la temperatura emocional de la ópera. Se prodiga tan poco en el género que verlo componer y cantar así un personaje tan complejo como Amfortas se vive como un verdadero privilegio.
Nina Stemme lleva, como Pape, muchísimas horas de vuelo wagneriano y su voz se ha resentido de ello. Aun así, su Kundry es riquísima en matices y enormemente valiente, aunque el Si natural al final del segundo acto fuera casi más gritado que cantado y sonara tirante y casi doloroso. Audi no la deja morir al final del tercer acto, en el que Wagner la deja reducida a una suerte de animal condenado a servir, sino que parece optar en su lugar por la muerte de Amfortas, como ya planteara Harry Kupfer en su producción berlinesa de 1992. Por último, un ilustre hijo natal de Múnich fue el encargado de dar vida a Parsifal: Jonas Kaufmann. Aunque persisten los problemas que quedaron palmariamente de manifiesto en su reciente recital en Madrid, está claro que Kaufmann es, por encima de todo, un cantante de ópera, y debería centrar su carrera en los escenarios operísticos y abandonar otras veleidades. Su Parsifal fue desigual, pero tuvo destellos de gran, grandísimo artista, sobre todo en el extenso dúo del segundo acto. En el tercero lució el legato, la media voz y el canto expresivo, tres de sus puntales y, aunque llegó cansado al final, completó este cuarteto de lujo sin desmerecer lo más mínimo.
Wolfgang Koch −otro bávaro, como Gerhaher y Kaufmann− fue un excelente Klingsor, desdibujado como personaje (como todos sus compañeros) por las carencias de la puesta en escena, pero con una prestación vocal rotunda y convincente. Siendo mayúsculo el éxito de los cantantes, el gran triunfador de la tarde fue, sin embargo, Kirill Petrenko, que dirigía por primera vez Parsifal en Múnich y que, por lo aquí escuchado, se sitúa sin duda entre los más grandes directores de esta ópera erizada de dificultades. Su Parsifal es amplio, envolvente, sensual, extremadamente flexible en los tempi y de una riqueza tímbrica casi lujuriosa. Con todo, donde más deja su impronta el ruso es en el dibujo de los grandes arcos y en las gradaciones dinámicas, que plantea y ejecuta de forma verdaderamente magistral. Tiene literalmente a su merced a la orquesta, de una calidad excepcional, que lo sigue dócil y disciplinadamente y sabe plasmar con precisión y presteza lo que dibujan sus manos y su cuerpo. Y Petrenko no es de los que hacen gestos hueros o gratuitos: cada movimiento persigue conseguir un fin. Tanto lo admiran los músicos que al final de la representación ellos mismos le lanzaron flores desde el foso cuando salió a saludar por primera vez dentro de la interminable tanda de aplausos: más de veinte minutos. Tras casi cinco horas y media de representación, y a pesar del calor, nadie quería irse y cantantes y director salieron a saludar una y otra vez repetidamente reclamados por el público, la penúltima, exhaustos tras el esfuerzo, ya con grandes jarras de cerveza en la mano: esto es Baviera.
Es difícil resumir en pocas palabras −tampoco merece muchas más− la labor de acoso y derribo con la que Frank Castorf aniquila la sustancia espiritual que alienta en Desde la casa de los muertos de Janáček. De la vacuidad en gran medida indolora del planteamiento escénico de Pierre Audi pasamos al lacerante horror vacui del director alemán, desdichado compendio de las peores veleidades del Regietheater. En la ópera de Janáček conviven la desesperación ante la vileza de los seres humanos y la firme creencia en que “en las mentes de los criminales encuentro una chispa de Dios”, como se leía en un papel manuscrito que encontraron en el bolsillo del pantalón del compositor cuando ingresó, abatido por una neumonía, en el hospital de Ostrava pocos días antes de morir: “No podrás borrar los crímenes de su frente, pero igualmente no extinguirás la llama de Dios. [...] Hay lugares luminosos en la casa de los muertos”.
Ajeno a esto, de una importancia trascendental al abordar esta ópera, Castorf se dedica únicamente a resaltar la costra superficial del confinamiento de estos presos en una remota cárcel de Siberia. Dentro de la característica construcción giratoria de su fiel escenógrafo Aleksandr Denić, prima hermana de la de La valquiria de Bayreuth que reproduce hoy mismo este periódico, se mezclan la fiesta de los muertos mexicana −incluido un preso vestido de torero, vaya usted a saber por qué− con el asesinato de Trotski, aludido en un cartel en español de la película de Joseph Losey pegado sobre una pared. 1928 (fecha de la muerte de Janáček, que se ve debajo de la palabra Kátorga, en ruso, en un letrero luminoso), 1940, 1972: ¿cuándo está ambientada entonces la ópera? Sin contraste de ningún tipo entre los tres actos, interpretados sin interrupción, todo ello compone un batiburrillo conceptual de muy difícil digestión: el clímax de la imbecilidad se alcanzó en el largo parlamento, ¡también en español¡, que endilga al público Galeano Salas, el cantante que encarna al preso borracho, al final del segundo acto. Alyeya, el joven tártaro, se confunde con el águila herida en el primero y liberada en el tercero (otro disparate) y aparece vestido como una drag queen de carnaval, un vestuario tan poco plausible en el desolado páramo invernal siberiano como el que se utiliza en ambas pantomimas, muy torpemente traducidas por Castorf. Una sobreabundancia de vídeos en vivo realizados por tres cámaras a la vista del espectador o proyecciones de textos alternativos en una pantalla, todo insoportablemente tedioso, insulso, exagerado y falso, vuelven aún más denso y pegajoso el indigerible mejunje, embadurnando el terso ascetismo musical y literario de Janáček con constantes digresiones y acciones paralelas visuales que distraen incesante y alevosamente de lo único importante: las terribles historias mínimas que, en monólogos desnudos, van contando los distintos presos y que, anudadas, componen este fresco sobre la condición humana. El director berlinés ha decidido arrogarse todo el protagonismo, relegando a Janáček a un segundo plano, enterrado y asfixiado bajo su tropel de ideas inconsecuentes e intrascendentes.
Musicalmente, Simone Young planteó una versión nerviosa, agitada, a ratos robótica y sin apenas resuello, en la que, sin embargo, faltó casi siempre la necesaria tensión. Ningún cantante está llamado a destacar en esta obra colectiva y, aunque solo sea por la mayor entidad emocional de su monólogo del tercer acto, debe citarse la breve pero intensa intervención de Bo Skovhus como Šiškov. Pero era difícil disfrutar de nada salvo que, como decidieron hacer no pocas personas, se cerraran los ojos y se castigara así el pretencioso narcisismo de Frank Castorf, que hacía su debut en la Ópera Estatal de Baviera con este montaje. A tenor de lo visto y padecido, se ha ganado a pulso no volver nunca más.