En Israel, Eurovisión no es una broma
Detrás de Zivit Davidovitch, una serísima mujer de pelo rubio y corto, hay un ejército de soldadores bañados en chispas y humo mientras trabajan en unos asientos. “Mira, estamos soldando las gradas. No había gradas para tanto público aquí”, señala. Por “aquí” puede referirse Expo Tel Aviv, donde se encuentra ella, el discreto centro que el próximo sábado acogerá la final de Eurovisión 2019 y que hoy está ocupado por cientos de obreros afanándose por repentizar un plató de televisión a tiempo. Pero seguramente Davidovitch, productora ejecutiva de Eurovisión 2019, se esté refriendo a algo más grande: Tel Aviv, la ciudad de 52 kilómetros cuadrados que se prepara para acoger, por primera vez en su historia, el mayor evento musical de la televisión en directo de todo el mundo.
Es una situación nueva. Israel ha ganado Eurovisión tres veces en los últimos 40 años, y el festival del año siguiente siempre se ha celebrado en Jerusalén. Pero este año el gobierno ha decidido que el evento, cuya final se celebra como cada año al término del día sagrado del Sabbath, se traslade de Jerusalén, sede del judaísmo cada vez más ortodoxo, a la urbe vecina Tel Aviv: más secular, pero también sin instalaciones, por desgracia para Davidovitch. “Hay que traer buena parte del equipamiento de fuera: como esto es Israel, no puedes conducir de un país a otro como en Europa, así que lo traemos en barco. El puerto es pequeño, el barco se retrasa, el equipamiento tarda, el alquiler se paga desde el momento en el que las cajas salen de su país de origen. Estamos viviendo un desafío”. Un hombre con gafas de montura al aire la corregirá al poco: “No es solo eso. Estamos ante el evento más caro y con más recursos de la historia de Israel”.
La celebración de Eurovisión en cualquier país es siempre una complicación. Cuesta unos 40 millones de euros. Atrae a unos 50.000 visitantes, que pasan una semana celebrando el festival en la ciudad. Y la final requiere una logística digna de un pequeño ejército para que todo pueda ser visto por cientos de millones de personas. El año pasado fueron 186.
Esto es en circunstancias normales. El festival que empieza este martes y la final, que se emitirá el próximo sábado, es de todo menos normal. Primero porque se celebra en Tel Aviv, como bien saben los sufridos trabajadores del Expo Center y se esperan entre diez y siete mil turistas. El país, mientras, se encuentra inmerso en una espiral conservadora que el mes pasado revalidó en las urnas el gobierno más radicalmente derechista de su historia. Ha habido una nueva ofensiva a la franja de Gaza. Se han sumado ya llamadas a un boicot a este Eurovisión, de parte de tantos colectivos en tantos países, que la idea de una emisión en directo de horas con invitados y antes espectadores de todo el mundo parece no solo un desafío al destino. Parece una provocación.
Pero hemos llegado aquí por un motivo. “En Europa no podéis imaginaros lo importante que es Eurovisión para los israelíes”, explica Yigal Ravid, un veterano presentador de televisión. En este país, Eurovisión tiene un valor simbólico poderoso. “Es nuestra ventana a Europa. Y este país pequeño y alejado no tiene muchas”, añade Ravid.
Ravid, un hombre calvo de formas paternales y camisa blanca, recuerda cuándo, en los sesenta y setenta, en plena infancia del estado israelí, la retransmisión de Eurovisión se traía enlatada desde Europa, se doblaba al hebreo y se emitía dos semanas después que en Europa. Se convirtió en un programa de culto. “En 1978 ganamos, con Izhar Cohen [con la canción A-ba-ni-bi], y supuso un antes y después. Sentimos que nos estábamos presentando al mundo”, explica Ravid. Eurovisión se convirtió entonces en un arma geopolítica, un despliegue de valía israelí. Si la Partida del Siglo entre Bobby Fischer y Boris Spassky del Mundial de Ajedrez de 1972 se pudo ver campo de batalla de la Guerra Fría, Eurovisión se puede ver como un logro geopolítico del Estado israelí. Hablando para EL PAÍS, ya con 68 años todavía bajo una considerable melena negra (esta vez color tinte), Cohen recuerda el peso que tuvo su victoria. “Todos los implicados en aquella interpretación acabamos sufriendo ataques de nervios en los meses siguientes, uno por uno caímos todos”, recuerda para EL PAÍS en una visita a Tel Aviv organizada por la Europe Israel Press Association (EIPA)
En 1998 ganaron de nuevo, con Dana International. Ravid presentó aquella gala. Y el sentimiento pasó a otra generación. “De Israel ahí fuera se sabe que tenemos guerra y camellos”, lamenta Daniel, de 28 años, del extenso y burocrático club de fans de Eurovisión del país. “Eurovisión es más que un festival: es una vía de escape a lo complicado e intenso que es vivir aquí”. Como remata Ravid: “Nos gusta considerarnos parte de Europa, pero no sentimos que sea recíproco. El festival nos pone en el mapa”.
Ahora esta pulsión tiene que conciliarse con otras mucho más serias. Algunas de las políticas del país suman más críticos que nunca en su corta historia. El despliegue de poderío ha cambiado de significado: de hecho, el gobierno se ha negado a financiar su parte de Eurovisión como era de esperar (el coste generalmente se reparte entre el Ejecutivo, la ciudad y la televisión pública). “Su parte ha salido de recortar los presupuestos de los programas de la televisión pública”, alerta Davidovitch. A sus espaldas, un sueco de dos metros y el pelo de Keith Richards comenta: “La ambición, es problema siempre es la ambición”. Es Ola Melzig, el jefe de producción. Esta es su decimoquinta gala.
Y el riesgo de algún tipo de boicot en directo es más real que nunca. “El año pasado, en Lisboa, un espontáneo saltó al escenario durante la actuación de Inglaterra”, recuerda Ravid. “Nosotros no queremos eso. Esto no es el fútbol, donde los jugadores y los fans rompen las reglas. Esto es el mayor evento musical en directo de la televisión. Va a venir Madonna. Todos los países han confirmado su presencia. Piensan que es gracioso, pero para nosotros, esto es muy serio. En Israel, Eurovisión no es una broma”.