El jazz, donde tiene que estar

El jazz, donde tiene que estar

El aficionado al jazz a veces tiende a pensar que la música que ama ha de ser degustada en las condiciones más exquisitas, aquellas que hagan honor a la talla del género. Y claro, cuánto mejor estaría este o aquel concierto en un elegante y silencioso auditorio antes que en una carpa situada en mitad de un transitado paseo marítimo. ¿O no?

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No hay duda de que cualquier música que se nutre de dinámicas y matices —y el buen jazz necesita mucho de esto— se disfruta mejor cuando se da en el mejor contexto posible, pero hay algo que este género necesita mucho más que un público completamente satisfecho: más público.

La jornada del jueves en el Heineken Jazzaldia puso los elementos adecuados en el lugar adecuado, llevando algunos de los más estimulantes conciertos de jazz de esta edición a escenarios de asistencia gratuita en plena calle. En realidad, el festival donostiarra lleva apostando por esta fórmula desde hace años, pero ayer su importancia se hizo patente con particular firmeza. Dos grupos tan interesantes, tan de ese jazz que respira contemporaneidad y relevancia, como el trío del guitarrista Julian Lage y el cuarteto de cuasileyendas underground Endangered Blood, hubiesen reunido a unas decenas de personas, poco más, de haber sido sus conciertos en recintos cerrados y a entrada. En lugar de enrocarse en la idea de envolver el concierto de jazz en el ámbito ilustrado del auditorio, el éxito de la decisión de sacar estas y otras actuaciones a la calle, exponiéndolas ante todo aquel que quiera pasar de largo o quedarse a escuchar, pone de manifiesto la absoluta vigencia de la música, por arriesgada que sea.

Ejemplo: a media tarde de ayer, el cuarteto formado por Chris Speed, Oscar Noriega, Trevor Dunn y Jim Black descerrajó un concierto sin concesiones, brillante e intenso, con solos apabullantes y relecturas de Thelonious Monk y Ornette Coleman, ante un público fascinado. Escuchar a Speed citar a Teddy Wilson y la línea de bajo de Israel Crosby en su Blues in C Sharp Minor como "la más grande de la historia" tuvo tanto o más sentido en plena calle, a unos pocos metros de la arena de la playa de la Zurriola, que en la frialdad de un auditorio desangelado.

Al mismo tiempo, el contexto acústico adecuado puede también ser imprescindible para una música concreta, como ocurrió a medianoche en el Teatro Victoria Eugenia, que acogió "Los sueños de Ravel" del extraordinario pianista Marco Mezquida. El menorquín es lo mejor que le ha pasado al piano jazz de nuestro país en el siglo XXI, y su proyecto arreglando y reimaginando al maestro Ravel es un buen ejemplo de ello. Más allá de la excelencia del trío, completado por el chelista Martín Meléndez y el percusionista Aleix Tobias, el pianista mostró sus muchas cualidades, desde su sonido y su dominio de las dinámicas a la articulación y elocuencia en sus fraseos. Y, en este caso, la quietud de un patio de butacas en la oscuridad jugó completamente a su favor.

Poco antes, La Trinidad, escenario popular —en el mejor de los sentidos— e histórico del Jazzaldia, acogió un programa doble tan actual como brutalmente antagónico en sus propuestas. En primer lugar, el joven Jacob Collier, un hijo de la era YouTube ensalzado por algunos medios y no pocas inyecciones de mercadotecnia, que ofreció un show —llamémoslo show, sí— histriónico y grotesco desde el primer momento. Basándonos en lo visto ayer en Donostia, uno de los principales atractivos de su propuesta es que Collier toca varios instrumentos diferentes (aparte de cantar, por lo general a través de un armonizador que empezó a resultar exasperante unos diez segundos después de comenzar el concierto). Esto no tiene nada de malo, pero tampoco nada de bueno en sí mismo —ni tampoco nada de especial—, y el joven youtuber iba del piano al contrabajo sin más sentido que el de orquestar un numerito banal y sobredimensionado. Una vez más, esto no tiene por qué ser censurable si la música se beneficia de ello, pero eso no ocurrió ayer. Al contrario: la música de Collier está hipervitaminada de forma vulgar y, lo que es peor, es fea, muy fea, rematadamente fea.

Afortunadamente, en la segunda parte del programa llegó al rescate R+R = NOW, un nuevo supergrupo que reúne algunos de los nombres más importantes de los últimos años en los sonidos que aúnan jazz, hip-hop y sonidos urbanos. Tanto Robert Glasper como Christian Scott llevan tiempo transitando ese camino, un lenguaje que domina desde siempre el productor y multiinstrumentista Terrace Martin, y por eso sonó tan natural esta confluencia de hijos de la música negra del nuevo siglo que en directo, contra todo pronóstico, no tuvo nada de choque de egos: el grupo sonó cohesionado y democrático, con Glasper improvisando como hacía tiempo que no le escuchábamos, Scott adaptándose a la dinámica de grupo y Martin amasando discretamente la mezcla junto a Taylor McFerrin, impulsados inmejorablemente por la rítmica de Derrick Hodge y Justin Tyson. Música nueva y sofisticada tocada con gusto y convicción. Eso no se aprende haciendo videos en YouTube.

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