Dueña de las canciones que canta

Dueña de las canciones que canta

Hace años, cuando su carrera comenzaba a destapar sus esencias, Silvia Pérez Cruz, requerida para que definiese o se definiese por un estilo particular de canción vino a responder que su estilo era su voz, que nada más necesitaba definir. En la noche del jueves, en el siempre solemne y peripuesto Festival de Peralada, Silvia dio el enésimo ejemplo de que cante lo que cante, sea jazz, copla, pop, bossa o jotas navarras, si cupiesen en su cancionero, todo acaba sonando a ella misma, a un hiperbólico melisma fijado en, para y por su garganta. Tanto da lo que se cante, lo que cuenta es que ella lo canta. Tanto da en qué idioma lo haga siempre y cuando sea ella quien silabee; tanto da qué sentimientos se evoquen si es ella la que pasea la emotividad sobre el escenario. Y como ella es siempre la protagonista, en cada ocasión se busca un cómplice para la aventura. Esta vez fue el pianista Marco Mezquida.

Fueron sólo ellos dos, un piano de cola, uno de pared y una guitarra que ella tocó, poco. No se habló, permitiendo que sólo tres sonidos se enseñoreasen de la noche: la música, el rumor de la arboleda que franquea el recinto y el silencio, constreñido mayormente ya que buena parte del recital tendió puentes entre las canciones uniéndolas en un continuo que reprimía las ganas de aplaudir del respetable, que buscaba un inexistente manual para saber cuándo hacerlo sin interrumpir el fluir del repertorio. Y lo dicho, las canciones, esas canciones que Sílvia sabe cantar tanto hacia afuera como hacia adentro de sí misma, como si se negase a compartirlas convertidas en un susurro, en un requiebro casi mudo, en un grácil aderezo que suspende la respiración de quien lo escucha por mor de no interrumpir ese coqueteo con la nada, con el silencio, con el vacío que parece abrirse tras cada sílaba, ¿quizás la última? Sílvia en estado puro, imponiéndose a las propias canciones como si de una dictadora se tratara, una dictadora amigable y eternamente sonriente que pese a ello no puede disimular la autoridad de su puño.

El otro gran protagonista de la noche fue Marco Mezquida, encargado de vestir con lo mínimo, que no de desnudar, el repertorio. Su fraseo, su cadencia, la delicadeza de sus arreglos y su lirismo se enseñorearon de las canciones hasta dejarlas aptas para que Sílvia, prima donna se mire como se mire, las hiciese suyas. Y así, entre ambos, que por vez primera interpretaban juntos en lo que supuso un estreno absoluto para el festival en tiempos en los que los festivales se clonan, se hicieron con el público que llenó el recinto. No podía ser de otra manera, hay artistas que triunfan ya sólo por salir al escenario en lo que supone el mayor éxito y a la vez de los peores castigos, esa condena de ignorar en realidad por qué se triunfa, de tan automático que se ha vuelto el aplauso, la consideración y el parabién.

Pero Sílvia, en ese caminar para enguantarse todo lo que canta, se envuelva en el formato en que se envuelva, no da puntada sin hilo. Vestido blanco y largo evocador de pureza y de inocencia, juego constante con su racial melena, atusada con aparente descuido bien en fugaces recogidos bien en torrentes que caían ora por un hombro ora por el otro, y esa sonrisa perenne que desarma por decreto porque nadie puede oponer, salvo riesgo de caer en el cinismo extremo, más que complicidad, ternura y capitulación. El remate llegó en La oración del remanso, interpretada con un haz de luz ciñendo estrictamente el óvalo facial de Sílvia en una muestra de poderío, seguridad en sí misma y arrojo que rompió esa imagen de joven tierna, cándida e inocente que la ha llevado a ser la hija que toda madre desearía tener, aquella persona que está por encima de cualquier duda porque siempre parece franca.

Dos horas duró esta muestra de amable y suave poderío de Sílvia. Cerca de una veintena de canciones indiferenciadas en las que tanto daba My Funny Valentine, Oración del remanso, Niño mudo o la popular Llorona. Latinoamérica, Brasil, repertorio propio de Sílvia, poesía y jazz. Incluso cupo un No surprises de Radiohead tocado con piano de juguete, y un Take this waltz. Podría haber cantado Tarragona m’esborrona o La gasolina y hubiesen sonado a Sílvia, la cantante que secuestra el alma de las canciones que canta hasta parecer que fue ella quien las compuso y dio sentido.

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