Dorian patenta la euforia negra negrísima
La humareda que envuelve todo el escenario, los músicos vestidos de negro riguroso, las toneladas de confeti que llueven sobre el público antes de que acabe la pieza inaugural (Noches blancas), la gesticulación seductora y medida del jefe de filas. Dorian son unos grandes amantes de los rituales y la escenificación detallista, y ese gusto por el envoltorio y el hilo fino acaba arrojando buenos réditos, sobre todo si a la fachada la sustenta un repertorio tan sólido como el suyo. Por eso el de anoche fue solo el primero de los tres llenazos consecutivos con los que el público madrileño celebraba en La Riviera el bautismo de Justicia universal, quinto álbum ya de la banda y heredero dignísimo de sus ya ilustres antecesores.
Sería fácil concebir este nuevo disco, que lleva solo unos pocos meses en circulación, como una suerte de reválida. El quinteto comienza su segunda década de actividad, había hecho balance de lo ya experimentado con un vibrante álbum en vivo y parece buscar una reinvención sutil, con un hedonismo cada vez más tenebroso.
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El tema central, para el que ayer contaron con el ubicuo Rayden, es, de hecho, una atípica y envenenada soflama contra este “mundo gris neoliberal” que nos ha tocado vivir (o soportar). Marc Gili lo adornó con una dedicatoria in extremis que a muchos se les pasaría por alto: “¡Toma grabaciones, Cospedal!”. Y un dedo corazón en posición quizás erguida...
La fe de los catalanes en la munición de estreno es inquebrantable y contagiosa. Suenan 10 de las 11 nuevas criaturas (solo queda relegada La isla) aunque ello implique sacrificar clásicos hasta ahora sagrados. Y la renovada pólvora desliza guiños a Radio Futura entre los grititos de Noches blancas o un homenaje explícito a The Smiths en Señales, lo que refrenda la fascinación de nuestros protagonistas por los universos ochenteros y los estribillos inequívocos. Como el de Hasta que caiga el sol, quizá el más claro candidato a pervivir en los tarareos de regreso a casa.
Esa querencia por los paisajes noctívagos y taciturnos, desde una perspectiva temporal pero también anímica, parece haber pasado en la banda de querencia a obsesión. En el fondo, la gran baza que exprimió anoche Dorian fue su facilidad para la melancolía contagiosa, para bailar de pura tristeza. Bastaba prestar atención a Duele, canción de título sintomático y espíritu oscuro y depresivo, pero absolutamente vibrante. Los contrastes siempre fueron jugosos a la hora de desarrollar los impulsos creativos.
Gili es un líder algo justo de fervor, pero exhibe un magnetismo discreto, extraño, con poco uso de las dos plataformas a pie de escenario que le permiten ganar medio metro de altura para otear la sala. Dorian siempre se sintieron cercanos de The Cure, pero Buenas intenciones desvela ahora su perfil más sintetizado y robótico, a un solo paso del tributo a Depeche Mode. El pop sintetizado, ya se sabe, siempre fue propicio para las euforias. Aunque sean empacas, teñidas de negritud. Negra negrísima.