De Bremen a Toledo

De Bremen a Toledo

Es difícil encontrar paralelismos entre la hanseática Bremen y la castellana Toledo, ambas separadas por tantas cosas. Tampoco hay muchas similitudes entre sus dos catedrales, luterana y dedicada a San Pedro la alemana, y católica y dedicada a Santa María la española, aunque una y otra sí comparten haber conmemorado este año el sesquicenteario del estreno de Un réquiem alemán de Brahms en la primera bajo la dirección del propio compositor. En Bremen pudo oírse el día exacto del aniversario, el pasado 10 de abril, mientras que aquí acaba de interpretarse en el marco del festival El Greco en Toledo, precedido de una intensa lluvia que, por unas horas, la acercó a la septentrional ciudad alemana.

Brahms confesó que habría sustituido con gusto en el título de su obra el adjetivo “alemán” por el de “humano”, aunque se negó en redondo a proporcionar un texto latino alternativo tal como le pedía su editor, que confiaba con ello en aumentar unas ventas que parecían si no circunscritas únicamente a territorios protestantes y germanófonos. Fue Brahms quien seleccionó personalmente los textos, del Antiguo y del Nuevo Testamento, y su música es indisociable de la traducción alemana de la Biblia de Lutero, uno de sus escritores de referencia, al que volvería significativamente al final de su vida en lo que puede tomarse como su despedida del mundo, sus Cuatro cantos serios, una muy personal preparación para la que intuía como una muerte cada vez más cercana.

Desgraciadamente, el programa de mano repartido al público que llenaba la catedral no incluía los textos cantados (ni original ni traducción), esenciales para entender la obra. Y, al comienzo, una muy desafortunada intervención hablada de, presumiblemente, un miembro del cabildo de la catedral no solo no arrojó luz alguna sobre el asunto, sino que lo enmarañó y tergiversó innecesariamente. Por suerte, lo importante no falló y la interpretación de la obra maestra de Brahms alcanzó altísimas cotas de excelencia, de resultas sin duda de la excelente sintonía que, una y otra vez, en cualesquiera repertorios, muestran Ivor Bolton y el Coro y la Orquesta Titulares del Teatro Real.

La experiencia y el buen oído de Bolton le hicieron acomodar su versión a la acústica de la catedral, tan problemática como la que hubo de padecer Paavo Järvi en Bremen. Las catedrales son arquitecturas portentosas, pero son poco amigas de otras músicas que no sean las compuestas específicamente con algunos de sus elementos constitutivos en mente (el coro, el órgano). La de Toledo ha acogido a auténticas luminarias de la polifonía, por ejemplo (Cristóbal de Morales, Alonso Lobo), pero se aviene mal con una orquesta sinfónica y un nutrido coro decimonónico, que son las fuerzas requeridas por Brahms en su partitura. Los tiempos de reverberación son muy largos y, silenciados voces e instrumentos, el sonido sigue viajando por sus naves: “Only the Sound Remains”, por remedar el título de la ópera de Kaija Saariaho que el propio Bolton dirige estos días en el Teatro Real. Instrumentistas y cantantes callan, pero el sonido permanece.

Ivor Bolton y, a su izquierda, la soprano Elena Copons. Iko PB

Bolton estuvo atento a ello y solo podría hablarse de confusión y emborronamiento en las dos grandes fugas de los movimientos tercero y sexto. Allí donde la polifonía se vuelve más densa, crece la dinámica y los tempi se aceleran, la reverberación se vuelve incontrolable y resulta imposible conseguir la transparencia que demanda el contrapunto imitativo. El primer movimiento, en cambio, sin presencia de los violines, fue un dechado de claridad y delicadeza, como sucedió en gran medida en el quinto, en el que la cuerda ha de tocar con sordina y que contó con una espléndida intervención de la soprano Elena Copons, perfecta en el fraseo, segura en los agudos y con una magnífica dicción alemana. La soprano simboliza aquí a la madre de Brahms, destinataria última de esta larga reflexión fúnebre (llamarla misa de difuntos es claramente inadecuado), y el coro que la secunda en varios momentos representa el poder curativo de la música, la única capaz de consolarnos “como una madre”, y la elección de este texto de Isaías por parte de Brahms dice mucho sobre su concepción de la música como el mayor alivio para el dolor que nos deja la muerte de nuestros seres queridos.

También cantó muy bien y con buen estilo el barítono Michael Kupfer-Radecky, aunque las notas agudas sonaron algo tirantes en su segunda intervención. Los mayores elogios deben ser, sin embargo, para orquesta y coro. La primera es, sin duda, no ya la mejor agrupación de foso de nuestro país, sino una de sus primerísimas formaciones sinfónicas, si no la puntera de entre todas ellas y la más versátil. La excelencia suele encabezarla, y así ha vuelto a suceder una vez más en Toledo, su sección de maderas, siempre modélica, pero metal y cuerda no le andan muy a la zaga. Y el coro ha tenido aquí una gran oportunidad para lucirse, ya que ha de cantar en los siete movimientos de la obra en un amplio arco dinámico que va desde los casi susurros iniciales hasta la energía y el brío de los citados pasajes fugados. Es mérito indudable de Andrés Máspero, su director desde hace años, conseguir que siempre cante musicalmente, con una dicción clara y ajustado a los diferentes estilos.

Quienes asistieran a algunas de las recientes representaciones del Ballet del Rin en el teatro Real, en las que ha podido escucharse también Ein deutsches Requiem con otro director, y a este concierto del sábado en Toledo, habrán comprobado que la batuta sí importa. Ivor Bolton, a pesar de las dificultades acústicas, ha planteado y construido una gran versión, emocionante y significativa de principio a fin. Cuando el coro pregunta en el sexto movimiento “Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Infierno, ¿dónde está tu victoria?” (texto de la primera carta de Pablo a los Corintios), Bolton impuso unos silencios largos y elocuentes que ayudaron tanto a permitir que se acabara la reverberación precedente como a intensificar el dramatismo de las preguntas. Sus dos crescendi en el segundo movimiento, escrito en forma de marcha, fueron perfectamente secuenciados y supo dar forma al último, que comparte texto y espíritu con el final de las Exequias musicales de Heinrich Schütz (más de dos siglos anteriores), como una música balsámica y sanadora. “Consuelo” es la palabra más repetida en el texto de la obra y la clave última para entenderla y para invitarnos a la reflexión. La interpretación fue acogida con los rotundos aplausos de que se había hecho merecedora y la mejor prueba de que las cosas se habían hecho bien fue constatar que luego, concluida la obra, al caminar por las calles de Toledo, limpias y purificadas por la lluvia, su mensaje seguía haciéndonos mella. La música cesa, pero el consuelo permanece.

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