Casi una fantasía

Casi una fantasía

La existencia de la conocida como Segunda Escuela de Viena (abanderada por Arnold Schönberg, Anton Webern y Alban Berg a comienzos del siglo XX) hace presuponer la existencia previa de una primera, aunque raramente se caracteriza como tal la que tiene como puntas de lanza a los cuatro compositores que figuraban en el concierto inaugural de la nueva temporada musical de la Fundación Juan March: Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven y Franz Schubert. Todos ellos estuvieron en activo en la capital austriaca, de ahí que el muy pertinente título del concierto fuera El triunfo de Viena, ya que fue allí donde se fraguó y desde donde se irradió al mundo lo que conocemos como el estilo clásico.

Al atractivo de poder escuchar en un mismo programa obras de estos cuatro vieneses nativos (Schubert) o adoptivos (los otros tres) se unía la presencia de un intérprete de campanillas, Andreas Staier, y el empleo de un fortepiano coetáneo de Beethoven y Schubert: una copia fiel de un instrumento construido por Conrad Graf hacia 1819 y conservado en el castillo de Kozel, cerca de Pilsen (República Checa). Entre las piezas escogidas había diversos géneros: fantasías, sonatas, impromptus y momentos musicales, los dos últimos una avanzadilla de lo que serían las obras de pequeño formato características del piano romántico. Y esa misma variedad la encontramos reflejada de alguna manera en las interpretaciones de Staier, enormemente desigual e imprevisible a lo largo de todo el concierto.

Obras de Mozart, Haydn, Beethoven y Schubert. Andreas Staier (fortepiano). Fundación Juan March, 26 de septiembre.

Fue espléndida la Fantasía en Do menor de Mozart, plagada de sorpresas y aparentemente caprichosa en su construcción, con Staier muy atento a resaltar sus fantásticas excentricidades. La Sonata Hob. XVI:49 de Haydn tuvo muchos más altibajos y casi todo lo mejor se concentró en el segundo movimiento, con los adornos siempre perfectamente integrados dentro del discurso y sin revestir jamás la apariencia, como a veces sucede, de cuerpos extraños. Excelentes, plástica y sonoramente, los pasajes con los cruces de manos de este Adagio y excesivamente rápido el último movimiento, un minueto desprovisto de poso y de reposo. Los contrastes se agudizaron aún más en la Sonata op. 27 núm. 2 de Beethoven, publicada por Giovanni Cappi en 1802 con el título de Sonata quasi una Fantasia. En el primer movimiento, Staier respetó todos los superlativos que indica la partitura: el alemán lo tocó “delicatissimamente” (y ningún piano moderno puede reproducir los colores, las resonancias, los ataques y los engarces armónicos de un fortepiano de la época) y “semper pianissimo”, sin caer en ningún momento en la languidez a la que tan proclives son muchos pianistas. En el Allegretto, acentuó la inestabilidad que procuran las síncopas, pero fue en el dificilísimo tercer movimiento donde el alemán se estrelló contra el muro. No se arredró ante el Presto agitato inicial, pero esa cabalgada feroz e imparable imaginada por Beethoven estuvo salpicada con demasiada frecuencia de emborronamientos, desajustes y discontinuidades.

Staier reservó monográficamente la segunda parte del recital para Franz Schubert, casi un álter ego con el que lleva décadas mostrando una profunda empatía. Fue también el compositor elegido en su anterior concierto en la Fundación Juan March y desde las primeras notas del Impromptu que abre la colección catalogada por Deutsch como D. 899, desprovisto de toda retórica romántica, con una modélica traducción de su ataque inicial en fortissimo y el súbito pianissimo posterior en la solitaria melodía confiada a la mano derecha, de nuevo imposibles de remedar en un piano moderno, quedó clara esta especial afinidad. Mucho menos interesante fue el segundo Impromptu de la otra colección, aunque tampoco faltaron aquí los fogonazos de genio de un schubertiano que siempre tiene cosas interesantes que ofrecer.

En los Momentos musicales pesaba, y mucho, la memoria reciente del milagro obrado por Radu Lupu cuando tocó estas mismas obras en mayo en el Auditorio Nacional. Staier fue aquí más impredecible que nunca: transformó el Moderato del primero en un, cuando menos, Vivo, lo que provocó que la música apenas pudiera respirar; en el tercero, en cambio, optó por un tempo mucho más lento del habitual, mientras que el sexto volvió a sonar algo acelerado. Pero el as que guardaba en la manga el alemán fue el cuarto, lo mejor del concierto, lo que dio la medida del talento de este intérprete y lo que perdurará también mucho tiempo en el recuerdo. En esta música de raigambre bachiana (y no es una influencia que pueda percibirse a menudo en la música de Schubert), Staier lo hizo todo bien, incluida una milagrosa plasmación del contraste que trae consigo la sección central. Y la claridad contrapuntística y los planos dinámicos que nos regaló son, hay que volver a incidir en ello, implanteables en un piano moderno.

Mucho antes del concierto, una larguísima cola de personas aguardaban en la calle su turno con la esperanza de poder acceder al salón de actos de la Fundación Juan March. Es probable que muchas de ellas no estuvieran familiarizadas con el fortepiano, e incluso que algunas vieran y escucharan un instrumento así por primera vez. En el interior, tanto la sala principal como la contigua, más pequeña, y la cafetería anexa (donde puede seguirse también el concierto en directo en sendas pantallas) estaban a rebosar. Por un momento, Madrid parecía una ciudad culta, civilizada y amante de la música: casi una fantasía.

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