Camel: Onomatopeyas intergeneracionales para una causa común
Una advertencia previa. No todos los asistentes que abarrotaron anoche la Sala But para reencontrarse con Camel —una banda cuyos años de gloria se remontan a cuatro décadas atrás— eran señores de edad respetable, añoranzas múltiples y devastación capilar en fase avanzada. Por fortuna, las pasiones son una pulsión intergeneracional y la chavalería de muslos al aire, una realidad ubicua. Lo único antiguo aquí, lo desagradablemente anacrónico, es el concepto aquel de los placeres culpables. Libres como somos de amar a quien nos plazca, sin temor ni remordimiento, un millar de almas rindieron pleitesía ayer al Camello británico de la mejor manera que una formación en buena medida instrumental puede soñar: tarareando los solos y fraseos como si fueran canciones, con lololós, tiroriros y demás onomatopeyas que cada cual quisiera aportar a la causa común.
Admitámoslo. Moonmadness (1976) es un vinilo que con gusto le habrías birlado a tu hermano mayor cuando se marchó de casa, aunque ahora jamás lo dejarías a la vista para que lo descubrieran las visitas. Camel nunca fue en los setenta un grupo mimado por la crítica, quizá porque, comparado con King Crimson, Yes o Genesis, cualquier proyecto de rock sinfónico parecía asunto menor. Pero ayer refrendó el enorme predicamento del que llegó a gozar por estas tierras. Y desplegó, con solo cuatro integrantes, un sonido fantástico y un arsenal efectivísimo sobre la escena: las notas pedal del bajo en la vigorizante Another night (solo de saxo incluido, e inesperado si no supiéramos de su existencia), flautas líricas y pastorales (aquí no hay hueco para las piruetas de Ian Anderson en Jethro Tull), el punteo limpio, cálido e inconfundible del guitarrista Andrew Latimer. Y esos fascinantes paisajes sonoros infinitos, bandas sonoras interestelares, que alcanzan su culmen en los nueve minutos finales de Lunar sea. Tan pinkfloydiana como ese Unevensong que abrió la segunda mitad de la velada.
Los 40 minutos de Moonmadness sonaron íntegros e ininterrumpidos, sin margen para la sorpresa pero como homenaje a los tiempos en que los discos eran unidades de medida y no meras colecciones de canciones ya descubiertas durante el presente goteo digital. Tras los 20 minutos de descanso, escalas en obras posteriores: Rain dances (otro gran disco que, cual Judas, negarás conocer) e incluso Rajaz, exponente de la muy ignota producción posterior a 1985. La vigencia de algunos de estos sonidos puede ser discutible, pero recuperar ahora estas piezas laberínticas, entre la languidez y la epopeya, ofrece perspectivas inesperadas. Por ejemplo, ¿serían posibles Midlake o el primer John Grant, referentes adorables y adorados, sin el ejemplo previo de canciones como Song within a song, Hymn to her o Spirit of the water? Desempolven los discos de los hermanos mayores: igual nos llevamos una sorpresa.