Calamaro persigue los patos de Tony Soprano
Hubo un tiempo, allá por finales del siglo pasado, que se acuñó un término en los círculos melómanos para definir algo que en la música española tenía ya esencia propia, a mitad de camino entre el caos y la gloria, como el rock and roll de toda la vida: calamarista. Andrés Calamaro había publicado dos álbumes incontestables como Alta suciedad y Honestidad brutal. Al frente de Los Rodríguez durante los noventa había aireado con imbatible gracia el pop-rock español, creando un cancionero jubiloso al alcance de los mejores grupos de la movida como Radio Futura, Nacha Pop o Gabinete Caligari, pero cuando se lanzó en solitario se rompió el pecho. Aquellos dos discos, ambiciosos y desbordantes, calaron como una tormenta de verano. Tras el vendaval, el paisaje no fue el mismo. Ni para él, ni para la música española.
Han pasado ya dos décadas desde que aquel término cobró sentido, llegando a alcanzar un punto divinamente absurdo con la publicación de El Salmón, el quíntuple álbum que destrozó todos los esquemas de la industria. Y, desde entonces, su hacedor ha dado tantas vueltas como España y Argentina, los países en los que vive a lomos de su propia fama. Calamaro ha sido mil veces enterrado, mil veces resucitado y mil veces parodiado. Como España y Argentina. Como cualquiera, a fin de cuentas. Han pasado dos décadas y, después de tantos avatares y discos -notables algunos, fallidos otros- que se perdieron entre el mundanal ruido, ser calamarista volvió a tener un significado profundo tras la presentación de su último álbum, Cargar la suerte, que se publicará el próximo viernes.
“Cargar la suerte es un término taurino que tiene hoy dos significados. Ahora muchos dicen que el torero carga la suerte, pero los expertos taurinos dicen que lo que llaman así no es lo que era. Porque, dicen los grandes puristas taurinos, que una cosa es pasarse el toro cerca y otra es torear. Torear, de verdad, cargando la suerte”, explicó ayer Calamaro, vestido de negro, al tiempo que maniobraba con los gestos de un torero cargando la suerte delante de un grupo de periodistas.
El músico argentino presentó ayer ante la prensa su nuevo disco en los estudios La Huerta, en el madrileño barrio de Conde Duque. Cargar la suerte (Universal) supone su regreso con disco de estudio tras Bohemio, una obra editada en 2013 que ya contenía alguna dosis del mejor Calamaro. Pero es con este nuevo álbum -al que solo se le pudo dar una escucha- cuando parece verse con determinación ese punto calamarista, esa especie en sí misma que, parafraseando lenguaje taurino, es algo de kamikaze con el toro, a lo José Tomás, a la vieja escuela.
Se ve ese punto porque contiene medios tiempos a corazón abierto, con una fuerza emocional decisiva, como Egoístas, donde el músico reconoce en su letra que tiene que “aprender a estar solo” y que hizo “todo mal” aunque quiso “ser cordial”. De hecho, Calamaro fue de la primera canción que, a bote pronto, habló en plena charla improvisada con los periodistas. “Pensaba en Los Soprano cuando la escribí. En un Tony Soprano medicado, como en el primer capítulo. Ese Toni pensando en los patos que se van”, dijo. Los patos llevan tiempo entrando y saliendo en la vida de Calamaro. Con ese vaivén loco del que sabe, como dijo Goethe, que “la vida es corta, pero el día es muy largo”, el autor de Flaca reúne una colección de composiciones lentas y confesionales que tumban, bastante más que la parte rockera del disco, por momentos demasiado musculosa e hinchada, aunque efectiva, como sucede con Siete vidas, Falso LV y Adrián rechaza.
En este disco, cuando Calamaro reduce la marcha –“el rock de antorcha y velocidad no es ya tan importante”, afirmó ayer-, el oyente puede deslumbrarse porque su creador saca el decálogo de sí mismo, como en los mejores tiempos, pero renovando su sonido con lo que él llamó “crema californiana”, un grupo selecto de músicos norteamericanos que tienen el género de la americana “como credo”. En este sentido, destaca la guitarra slide de Rich Hinman en todo álbum, pero especialmente en el poderoso sencillo, Verdades afiladas, y en Diego Armando Canciones, un folclore argentino con aroma a California donde el mate -y el cannabis- es el mejor compañero de un hombre solo.
Los patos, malditos, imprevisibles y necesarios, sobrevuelan con locura en Cuarteles de invierno. “Echo de menos mi pecho, pero no se me nota”, canta Calamaro, quien reconoce que también añora “las pequeñas grandes cosas” y va “al encuentro” de su “destino”. Ese destino como un horizonte visto desde la solitaria ventanilla de un avión en Tránsito lento, inspirada entre tantos viajes entre gira y gira. Con el elegante saxo tenor de Brandon Field, comienza con un suspiro para luego confesar que espera “llegar a algún lado”, con la única recompensa de besar una “cicatriz”.
Hubo un tiempo, allá por el siglo pasado, cuando Operación Triunfo no existía, que ser calamarista significaba pertenecer a un batallón filosófico como el que representaron antes Serrat, Sabina, Burning, Rosendo o Antonio Vega. Algo así como ser de Umbral o Vázquez Montalbán cuando se leía un periódico en papel. Hubo un tiempo. Pero, hoy, ese tiempo tiene sentido, todavía, cuando en la última canción del disco, Voy a volver, Calamaro canta que se quiere ir a “allí donde dejé lo que perdí”. “A rescatar algunos discos viejos del lugar donde soy”, prosigue. Esos viejos discos, para los calamaristas, son los patos de Tony Soprano. Una razón de ser.
“Un rap con base de balada”
Entre risas, Andrés Calamaro afirmó ayer que la canción Rimas es como “un rap con base de balada”. Llama la atención su estilo, que se sale del variado patrón de su cancionero que ha tocado durante casi cuarenta años de carrera entre los que se incluye rock, pop, ranchera, bolero, tango o cumbia. Pero termina por funcionar con su ritmo pegadizo y su encaje de versos directos y nada condescendientes. “Leía las rimas en voz alta a los amigos cuando venían a casa”, confesó. El compositor reconoció que estuve meses con las letras y las rimas de esta canción que, en el trasfondo, contiene una velada crítica a la realidad que ha rodeado al músico principalmente en Argentina, su tierra natal, pero también “al amor en tiempos de Ibuprofeno”. “Lo bueno de estar solo es que la soledad no miente”, reza uno de sus versos.