'Beowulf': el tiempo recobrado
¿Cómo recrear un largo poema medieval de hace más de un milenio escrito en una lengua muerta? El estadounidense Benjamin Bagby lleva buena parte de su vida, desde que un profesor de inglés le prendiera la llama en su adolescencia, dedicado a responder a esta pregunta y la moderna fortuna de Beowulf sería hoy solo un mero asunto teórico, patrimonio exclusivo de los estudiosos, de no haberlo convertido él en un objeto vivo, vital y vibrante. El suyo ha sido un largo camino de aprendizaje desde que colaborara con dos de los grupos pioneros en la interpretación de la música medieval y renacentista: el Studio der Frühen Musik que dirigía Thomas Binkley y, en su propio lado del Atlántico, Pro Musica Antiqua de Nueva York. Pero su formación esencial la recibiría en la vieja Europa, en la Schola Cantorum Basiliensis, la genial creación de Paul Sacher. Allí conoció a su compatriota Barbara Thornton, con la que se casó y con quien fundó en 1977 el grupo Sequentia, dirigido e iluminado por ambos hasta la prematura muerte de ella en 1998, una de las pérdidas más dolorosas e irreparables que ha conocido la moderna interpretación de la música antigua. Y él comparte desde hace años su vida con Katarina Livljanić, intérprete y experta en la feraz tradición oral balcánica, lo que sin duda ha enriquecido aún más su banco de pruebas para despejar la incógnita inicial de este párrafo.
Bagby ha frecuentado muchos otros repertorios medievales (de él y de Thornton es en gran medida el mérito de la recuperación de Hildegard von Bingen como compositora), pero Beowulf se ha convertido no solo en su principal tarjeta de presentación en todo el mundo, sino en la punta de lanza de sus investigaciones sobre cómo resucitar de entre los muertos las extensas epopeyas medievales que nos han llegado meramente como un texto escrito, a veces en varias fuentes y otras -como es el caso de Beowulf- en un manuscrito único e, inevitablemente, mudo, que refleja a su vez una sola versión de las, sin duda, múltiples variantes orales de la época en que fue fraguándose. Bagby ha memorizado sus 3.182 versos (una hazaña en sí misma), ha investigado cómo pronunciar el anglosajón o inglés antiguo (una lengua que ha dejado de hablarse) y ha buceado en los vestigios de las arcanas tradiciones orales (sobre todo en Islandia) para que la vieja epopeya llegue a nuestros oídos no como un objeto arqueológico inerte e inmóvil, sino como una narración rebosante de colorido, inflexiones, vivacidad, interés y, por supuesto, música.
Beowulf. Benjamin Bagby (lira y recitación). Institución Libre de Enseñanza, 20 de noviembre.
Bagby sale a escena y, aún de pie, empieza a recitar el poema con voz de trueno: “¡Oíd! Los Daneses de la Espada en tiempos pasados / y los reyes que los gobernaban tenían valor y grandeza. / Hemos oído de las gestas heroicas de esos príncipes”. Y, a partir de ese momento, el público queda atrapado por su dicción, por su prosodia (los versos de Beowulf están divididos en dos hemistiquios con patrones de acentuación constantemente repetidos), por la sonoridad del lenguaje y su generoso recurso a la aliteración y los hipérbatos (que haría suyo Richard Wagner en sus libretos de madurez), por el dramatismo que infunde al relato, por la alternancia de canto -allí donde el texto parece reclamarlo- y pura recitación, una suerte de arcaico Sprechgesang con respecto al que inventaría la Segunda Escuela de Viena a comienzos del siglo pasado, si bien en este caso muy avant la lettre.
A poco de empezar, y sin dejar de recitar, Bagby se sienta y comienza a acompañarse con una lira de seis cuerdas que apoya en su pierna izquierda y que toca con cuatro dedos de su mano derecha (todos menos el meñique) y el pulgar de la izquierda. Se trata de un instrumento elemental, rectangular, plano, sin caja de resonancia, de puente móvil, con seis cuerdas que Bagby afina como una secuencia de intervalos de segunda y tercera que permite tocar fácilmente cuartas y quintas justas, además de una octava que sirve para reforzar la sonoridad, si bien el colorido que produce el instrumento es claramente modal. Aunque la lira de Bagby es una copia de los restos de un instrumento del siglo VII encontrado en un yacimiento fúnebre germánico (en Oberflacht), se parece también mucho a la lira (o harpa) coetánea aparecida en el famoso enterramiento de Sutton Hoo, en el moderno Suffolk, conservada en el Museo Británico y reconstruida en su día por Arnold Dolmetsch. Bagby se convierte así, durante ochenta minutos, en la encarnación del perfecto bardo moderno y, como no puede ser de otra manera, en el cocreador, una vez más, de Beowulf.
Sin cargar las tintas, el estadounidense cambia la voz cuando deja por momentos de ser narrador y se transmuta en algunos de los personajes de la epopeya. Así, emborrona y arrastra la dicción cuando da vida a Unferð, el criado beodo en la fiesta que se celebra en Heorot (versos 506-528), o refuerza el registro grave de su registro de barítono cuando se convierte en el rey Hroðgar (versos 655-661), o imprime nobleza y arrojo, por supuesto, a los diversos parlamentos de Beowulf, el gran héroe que da nombre a la obra, o carga de suspense y tintes trágicos la lucha finalmente victoriosa de este último con el monstruo Grendel. El texto podía seguirse gracias a una traducción funcional y algo simplificada del original que se proyectaba en forma de sobretítulos detrás del escenario, aunque el placer al escuchar el relato cantado y recitado de Bagby se redobla si se sigue simultáneamente la portentosa traducción al inglés moderno de Seamus Heaney, el poeta irlandés que recibió el premio Nobel de Literatura en 1995. Es la suya una proeza de la misma estirpe de la obrada poco antes de su muerte por Ted Hughes con una parte de las Metamorfosis de Ovidio, y la referencia no es gratuita, porque en Beowulf hay ecos claros de que su autor (o, mejor, autores) eran buenos conocedores de la poesía latina, y en concreto de la Eneida de Virgilio. Más de mil años después de ser copiado el manuscrito que hoy atesora la Biblioteca Británica, y traduciendo “veinte versos al día”, Heaney nos ha regalado un Beowulf ‒volvamos a las aliteraciones del comienzo‒ tan vivo, vital y vibrante como el original. Y perfectamente comprensible.
Bagby solo ha recitado en Madrid los primeros 851 versos de la epopeya, hasta poco después de que Grendel caiga abatido, pero han sido más que suficientes para dejar testimonio de cómo salvar, especulativamente, pero con estudio y pasión, ese abismo de más de un milenio que nos separa de los bardos que entonaron en su día el Beowulf. El concierto se celebró en la sede de la Institución Libre de Enseñanza, en el marco de su Escuela de Música Medieval y de Tradición Oral, y cuesta imaginar un lugar más adecuado para asistir al experimento de Benjamin Bagby, cuyo empeño en acercarnos de manera creíble a un pasado tan remoto e inaprehensible tiene mucho de “misión pedagógica”, un concepto tan querido a la Institución. Y, si hacemos buena la hipótesis de Borges, admirador confeso de esta antigua “Eneida germánica”, el nombre de “geatas” o gautas es fácilmente asimilable al de “godos”, por lo que muchos de nosotros “seríamos parientes de Beowulf”. Bagby es, a su vez, un lejanísimo descendiente de jutos, los antiguos habitantes de Jutlandia. Todo ha quedado, parece ser, entre amigos.