Belice, un tesoro poco conocido del Caribe

Belice, un tesoro poco conocido del Caribe

09/11/2018 - 8:00

Clarin.comviajes

Belice es, tal vez, el país menos conocido de Centroamérica: vecino de Guatemala y México, es el único territorio angloparlante (solía llamarse Honduras Británica en la época anterior a la independencia) de la parte continental.

Lo más llamativo es que en sus apenas poco menos de 23 mil kilómetros cuadrados quepan tantos paraísos diferentes: la oferta de experiencias de aventura, cultura y naturaleza que propone es casi infinita.

Aunque Ciudad de Belice no es la capital del país, se trata de la urbe más poblada, la que tiene el aeropuerto más transitado y un punto de partida ideal para recorrer el territorio de punta a punta. Sin embargo, la sede del Gobierno está en Belmopán, una ciudad opaca, al punto que el viajero no puede sospechar, estando aquí, las maravillas que le esperan en otras paradas. La gente es amable al extremo: en cada ocasión que un local se cruza con un visitante, le dice “Bienvenido a Belice”. Y siempre suena sincero, no como una frase hecha.

Por las puertas de la “Villa Turística”, un sector de unas pocas cuadras donde se aglutinan restaurantes y negocios de artesanías, se pasea el autoproclamado Príncipe Carlos: un hombre arrugadísimo por el sol y con motas blancas que le emergen del pecho por afuera de la camisa entreabierta. Se presenta como profesor de historia y ofrece a los recién llegados las diversas versiones existentes del nombre Belice. Si alguno sugiere que no tiene propina para darle, levanta su mano en gesto de despreocupación y aclara que lo hace por amor al conocimiento, no por dinero.

Parque Nacional Laughing Bird Caye, en Placencia, Belize (foto de Pedro Pardo / AFP).

Rumbo al paraíso

La terminal de ferrys es un enjambre: desde aquí se puede navegar hasta las cercanas islas San Pedro (que Madonna inmortalizara en “La isla bonita”) y Cayo Caulker. El servicio es frecuente y el viaje, en cualquiera de los dos casos, no excede de la media hora. La terminal es puro caos: al griterío que implica la enorme cantidad de gente se suma el volumen de la música de las tiendas de suvenires circundantes.

Sin embargo, el embarque se hace ordenado y en horario. En la ventanilla, la consulta “¿Qué diferencia hay entre Cayo Caulker y San Pedro?” es respondida por el dependiente: “En San Pedro hay más gente”.

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Snorkel en la barrera de coral de la Reserva Marina Hol Chan, en Belice (foto de Pedro Pardo / AFP).

Cayo Caulker

Desde el momento del desembarco, Cayo Caulker se manifiesta como un sitio bellísimo. Junto al puerto se alcanzan a observar decenas de carritos de golf, algunos en alquiler y otros que son utilizados como taxis. La “mejor playa” está en el extremo opuesto de la isla y se puede llegar hasta allí por solo ocho dólares beliceños (cuatro dólares americanos).

“A un estadounidense, por el mismo servicio, le cobramos veinte beliceños”, confiesa Amer, uno de los choferes. El pueblo es pintoresco y colorido. Los negocios son pequeñas cabañas de madera con porches amplios. Las calles no tiene veredas y tanto los autos como las personas circulan por la misma arenisca blancuzca.

Un local de venta de ropa advierte a sus potenciales clientes: “No shoes, no shirt, no problem; no money: big problem” (“sin zapatos ni remera, no hay problema; sin dinero, hay un gran problema”). En un pasaje cualquiera, una parada no programada: una bajada a una fuente de agua donde asoman los tarpones, unos peces gigantescos que se mueven orondos, con la actitud de saberse una atracción turística.

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Parque Nacional Laughing Bird Caye, en Belice (foto de Pedro Pardo / AFP).

Ya en la playa, el agua es calma y cálida y los peces se ven a simple vista. Como ocurre en muchos sectores de Belice, la orilla del mar la marca una mini pared de concreto, puesta allí para que las olas no se “coman” la playa. De fondo, una sucesión de restaurantes, como The Lazy Lizard o Bluebeard, este último un barcito con mesas altas ubicadas en una galería exterior y atendido por una pareja de franceses, Florian y Pauline, que llegaron desde las cercanías de Marsella hace poco más de un año con su pequeño bebé para dedicarse a su verdadera pasión: la cocina.

Como se mencionó, la propuesta de naturaleza y aventura de Belice es más grande que los kilómetros cuadrados que mide el país. Una de las propuesta es una visita a zona selvática para actividades como recorridos en cuatriciclos, cave tubing (paseo en gomones por cuevas) o tirolesa. El camino hacia la reserva ecológica Nohoch Che’hen, la elegida para esta travesía, es una ruta bien asfaltada por la que circulan numerosos churches buses, micros del estilo de los escolares amarillos norteamericanos que llevan feligreses a la iglesia. Son 45 minutos en dirección sudoeste respecto de Ciudad de Belice. Un leopardo de cartapesta a la entrada del parque avisa que estos felinos viven en la zona. “Es muy difícil ver alguno, son animales muy nocturnos”, advierte el guía France Miranda: un hombre regordete capaz de hablar durante horas sin parar, perteneciente a la minoría aborigen garífuna, que celebra en todo Belice su Día Nacional el 19 de noviembre.

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Resort Itzana, uno de los nuevos hoteles de lujo inaugurados en Belice.

Las actividades son un placer en sí mismas y, a la vez, la excusa perfecta para revisar ese pequeño paraíso. La caminata que lleva hacia las cuevas del cave tubing, por ejemplo, atraviesa cursos de agua con suelo pedregoso en los que el viajero se encuentra, de repente y de manera inesperada, inmerso hasta la cintura, rodeado de montañas impregnadas de vegetación de un verde intenso. El trayecto con los gomones es lento, sin sobresaltos. Los guías motivan la búsqueda de formas entre piedras, formaciones de cuarzo y estalactitas. “Allí está ‘la tortuga’”, dice France. “¡Sí, sí, la tortuga!”, responden todos. Luego, en el almuerzo, la confesión es casi unánime: nadie vio la tortuga. Las tirolesas permiten visualizar el follaje o ríos, que se ven como hilitos de agua, a unos 70 kilómetros por hora.

Ruinas mayas

También saliendo de Belice City, a una hora de distancia pero en dirección oeste, se encuentra Community Baboon Sanctuary, un parque donde los monos pueden circular libremente. Y en sentido norte están las ruinas mayas de Altun Ha. La zona estuvo ocupada entre el 250 antes de Cristo y el 900 de la nueva era. Se estima que en los alrededores vivieron entre ocho y diez mil personas, con un pico de ocupación que se habría dado entre los siglos VI y VII. En el acceso al parque se amontonan todos los símbolos nacionales beliceños: la bandera, el tapir, el tucán, la orquídea negra y el árbol mahogany.

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Vista aérea de Royal Belize.

Según Jimmy, guía experto en el área, “el lugar fue descubierto en la década del ’60, a partir de que un nativo de esta zona apareció en los mercados de la ciudad ofreciendo reliquias arqueológicas”. El origen de las piezas llamó la atención de los ojos más avezados, la policía siguió su pista y se topó con el yacimiento.

Dos de los templos fueron hallados en excelente estado de conservación. El resto fue restaurado con la colaboración del Royal Ontario Museum de Canadá. “Esta comunidad era la única de toda la cultura maya que fabricaba herramientas de piedra, por lo que a su foro llegaban grupos de hasta más de 100 kilómetros para cambiar sus mercancías por estas piezas exclusivas”, cuenta Jimmy. La parte superior de los templos ofrece una vista maravillosa. En uno de ellos se conserva un altar que se utilizaba para sacrificios humanos.

Bajo el agua

La principal riqueza de Belice reside en su mar. Las actividades de snorkeling y buceo están a la orden del día, con diversos bancos muy nutridos de especies, que tienen su cenit en el Blue Hole, tal vez la principal atracción turística del país.

El lugar lo hizo famoso el investigador francés Jacques Cousteau en 1971. Es un agujero perfecto en el medio del mar con unos 125 metros de profundidad y unos 300 metros de diámetro “delimitado” por una barrera de coral.

El nombre no puede ser más preciso: el agua toma una coloración azul absoluta. “Aquí hay guardia costera que controla desde la cantidad de embarcaciones que llegan hasta si los turistas patean accidentalmente los corales”, explica Beans, un guía llegado de México con su cara cubierta de barba-pelusa y sus modales de extrema paciencia. “Cada embarcación, además, tiene solo treinta minutos para que sus pasajeros recorran la zona”, agrega. Bajo el agua, todo es vida, color y movimiento: esponjas, barracudas, peces ángel, esquivos tiburones y hasta los temibles peces león, una especie “importada” que carece de predadores y que atenta contra la fauna del lugar.

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Snorkel en la barrera de arrecifes del mar Caribe, cerca de la costa de Belice (foto de Tony Rath / AP).

Otro sitio mágico para practicar snorkeling es Half Moon Key, una pequeña parcela de tierra en medio del océano que parece abandonada aunque presenta restos de civilización (un conjunto de casas maltrechas que utiliza la guardia costera, una antena meteorológica, restos de un escenario), lo que le da un aire a la isla de Lost. La playa, de suelo pedregoso, es paradisíaca. Y además de peces se pueden visualizar miles de aves, desde una torre a la que se llega luego de recorrer un sendero de no más de 1.000 metros: a medida que el visitante avanza, el olor a guano crece de manera exponencial. Luego de subir la escalera de madera que marca el final del camino, se ven decenas de especies de aves anidando en las capas de los árboles.

Un punto estratégico continental para realizar todas las excursiones marítimas es Placencia. Ubicada al sur del país, esta ciudad posee una excelente infraestructura hotelera, servicios regulares a todos los destinos de buceo y snorkel, playas de mar turquesa (que se enturbia cuando se lo ve de cerca debido a la alta concentración de algas) y su centro, Placencia Village, que resulta encantador: calles polvorientas, pocas personas circulando y numerosos restaurantes pero distribuidos de manera irregular. No hay nada “apiñado”. Un paseo junto a la playa reúne bares, hoteles y locales de artesanía.

Hora de comer

Las opciones gastronómicas van desde sitios con un perfil parecido al barrio porteño de Palermo (como Rumfish y Vino, con terracitas donde corre un viento imposiblemente agradable, o Secret Garden, el comedor tailandés creado por Toby, de Frankfurt, y Becca, de Miami) hasta lugares que conservan una fuerte impronta local (como J Dee’s, donde se mezclan diferentes modelos de sillas plásticas junto a las mesas de madera, y Omar’s Creole Grub, que recibe a sus clientes con tablones sin respaldo y galerías con enredaderas repletas de flores y mosquitos).

En los primeros, el plato promedio cuesta veinticuatro dólares beliceños. En los segundos, cuatro. El final inevitable de la vuelta del perro es la heladería Tutti Frutti, donde su dueño italiano, de fuerte parecido a Liam Neeson, atiende con voluntad y simpatía hasta las 21 en punto, hora del cierre, momento en que no duda en echar a quien todavía esté dentro del local.

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Bacalar Chico, en el cayo Ambergris, en Belice (foto de Pedro Pardo / AFP).

Queda algo de tiempo para disfrutar de una última experiencia beliceña antes de dejar el país: volver a Ciudad de Belice en un avión de Tropic Air o de Mayan Air. Se trata de aeronaves muy pequeñas, con capacidad para ocho personas, que parecen de juguete. Contra todos los pronósticos, el andar es suave y el vuelo de despedida actúa como una metáfora de lo que este país es para los visitantes: mirado en el mapa resaltan sus limitadas dimensiones. Cuando se trata de recorrerlo, destaca la calidad por encima de cualquier otra cosa.

Miniguía

Cómo llegar. Avianca llega diariamente a Belice con dos escalas por unos US$ 1.100. Delta Airlines y American Airlines hacen el recorrido con una única parada (Atlanta y Miami, respectivamente), por US$1.300.

Dónde alojarse. En Belize City, hotel Ramada Princess: base doble, desde US$ 90.

Radisson Fort George Hotel & Marina: desde US$ 110.

En Placencia, hotel Chabil Mar: desde US$ 240.

Dónde informarse. www.embajadadebelize.org / www.belize.com 

 Walter Duer / Especial para Clarín

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