Beach House: ¿susurras o seduces?
Hay algo, o mucho, en los conciertos de Beach House que entronca con el ritual, con el concepto de ceremonia. Son mágicos, narcóticos, difíciles. Demandan una atención intensa, a veces compleja en una sala de visión dispar y entrada muy nutrida, como era el caso este jueves de La Riviera. Los de Baltimore han convertido sus visitas madrileñas de cada tres años en cita relevante, una de esas anotaciones en la agenda que conviene no eludir para evitarnos disgustos: siempre dejan algún motivo para la apología. En esta ocasión, con su mejor disco (7) en una larga temporada bajo el brazo, hicieron mal los remolones. El dúo sigue mostrándose refractario a la obviedad, al bocado sencillo, pero el viaje ensoñador resultó seguramente más intenso y provechoso que en ocasiones previas, en las que a ratos tuvimos lo percepción de no llegar a ninguna parte.
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El misterio, la interrogación, el desasosiego son inherentes al discurso de esta Casa de la Playa, un nombre irónico para una banda con tanta alergia a la luz solar. La paradoja llega al extremo de que, en un escenario tenebroso, el único rostro que a veces puede distinguirse con nitidez es el del batería James Barone, justo el músico acompañante. El dúo titular, en cambio, se amiga con la penumbra, encorva la silueta, rehúye el contacto visual. Más aún en el caso de Victoria LeGrand, teclista, cantante y jefa de filas pero la más rezagada en el escenario. La mujer inescrutable, la vocalista de voz tan etérea que no sabemos bien si inquietarnos o asumir que el susurro es una poderosa arma de seducción.
A su lado, el guitarrista Alex Scally desempeña a la perfección el papel de hombre contrito, o quizá es que disfrute tanto de su trabajo como para olvidarse de nuestra presencia. Y es curioso, a la postre, la importancia del ingrediente orgánico que aporta Barone, a menudo más interesante y enriquecedor que las bases rítmicas pregrabadas.
LeGrand, dama de la salmodia, es en directo casi indescifrable con la pronunciación, pero las escasas veces que eleva la voz produce un efecto de sobresalto muy celebrado por la parroquia. Ocurre, por ejemplo, con la recién estrenada Dark Spring, rosario de monosílabos aislados y al amparo de una armonía desconcertante y bella, mientras la pantalla se transforma en en un cielo de estrellas parpadeantes. O en Lazuli, uno de los clásicos más apreciables gracias a ese leit motiv de sintetizador catedralicio. En Beach House todo acontece con la pausa y gravedad suficientes como para que Victoria silabee, espacie cualquier sonido brotado de sus labios, nos persuada de su condición extraña, abisal e inalcanzable.
Avanzan los minutos y, con ellos, los grandes momentos. Como Walk in the park, solemne en sus repeticiones, en ese ensimismamiento casi monacal que tantas veces convoca el recuerdo de los inolvidables Cocteau Twins. Lemon glow, otra de las novedades más distinguidas, cierra el listado con su crescendo a cámara lenta, cada vez más denso y trascendental. En los bises, Myth y Dive resumen flaquezas y excelencias. Las reiteraciones en capas y colores sónicos parecen evidentes en la pareja, pero también el carácter embriagador de este dream pop más lisérgico que somnoliento. Tanto como para sumergir en un silencio absorto a una sala tan propensa al palique.