Así es el Gran Mar de Arena de Egipto, un desierto enigmático
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EgiptoLibiaDesierto Del SaharaViajesTurismoEgipto siempre es una apuesta segura para la industria turística, aunque la llegada de visitantes quede supeditada a los altibajos que provoca su volátil situación política. Sin embargo, los viajeros suelen ceñirse a una pequeñísima porción de su territorio, generalmente el tramo del río Nilo que va de El Cairo a Luxor o, como mucho, Asuán, para admirar las maravillas de la cultura faraónica.
Las carreteras como tales cubren precariamente dos tercios del total del territorio, que es de algo más de un millón de kilómetros cuadrados. Al oeste de la vía más occidental, en un inmenso yermo que se corresponde con una extensión similar a media España, se halla el desierto Líbico, despoblado e ignorado por los turistas, pese a su belleza y misterios sin resolver que invitan a un viaje –o más de uno–.
Atardecer en el oasis de Siwa (cinoby / Getty Images).
Dunas del desierto LíbicoEn el confín occidental al que llega el asfalto se halla el gran oasis de Siwa, célebre desde tiempos antiguos por su oráculo, de igual importancia al de Delfos o Mileto. Alejandro Magno no se atrevió a adentrarse en la guerra contra Persia sin conocer antes las observaciones que las deidades quisieron hacerle allí. Nunca reveló lo que le dijeron. Hoy, además del propio oasis, los restos del templo de Zeus Amón valen una visita.
Los más arrojados se adentrarán hacia el sur, siguiendo la línea recta que marca en los mapas la frontera entre Egipto y Libia para buscar la cueva de los Nadadores, la llamada Capilla Sixtina del Sahara, que descubrió para Occidente el conde explorador húngaro Lázsló Almásy. Está en el macizo montañoso de Gilf Kebir y muestra unas pinturas rupestres prodigiosas.
Dunas del desierto Líbico (hadynyah / Getty Images/iStockphoto).
A mitad de camino entre Gilf Kebir y el oasis de Dakhla, en la colina de Abu Ballas, docenas y docenas de vasijas egipcias clásicas se desparraman por la arena. Nadie sabe su origen, tal vez fueran una estación de abastecimiento de agua de tiempos remotos.
En un punto mal determinado en el mapa de esa misma zona, los viajeros se encuentran con otro misterio no del todo explicado, el del vidrio líbico. Se trata de fragmentos que no son un mineral propiamente dicho ni tampoco un cristal. La teoría que se impone es que podría tratarse de cuarcitas sometidas a altísimas temperaturas causadas por la explosión de un meteorito –que no llegó a impactar en el suelo, pues no hay cráter alguno–.
Vasijas egipcias que se encuentran en la colina de Abu Ballas (Roland Unger / Wikimedia Commons / Roland Unger / Wikimedia Commons).
Este mineral, conocido como lachetellerita (en honor del químico Henry Le Châtelier), solo se encuentra en un espacio muy reducido de esta porción del Gran Mar de Arena y se considera más escaso, a nivel planetario, que los diamantes. Su valor y belleza, de un color verde traslúcido, son conocidos desde hace miles de años. La prueba: el escarabajo sagrado que simboliza el sol y que fue hallado en el pectoral de Tutankamón está labrado en ese vidrio. Vista su reducida área de distribución, los antiguos egipcios debieron mandar a buscar la piedra al lugar más lejano e inhóspito del desierto Líbico.
Y aún otro misterio irresuelto: el del destino del ejército del rey persa Cambises, que se adentró en ese desierto en el 524 aC desde Tebas (el actual Luxor) y fue engullido por una formidable tormenta de arena. Sensacional debió de ser, pues sus tropas estaban formadas por 50.000 hombres, y ni los esqueletos ni la panoplia de tal grueso militar han sido localizadas por los arqueólogos.
Vidrio líbico (Linnas / Getty Images/ iStockphoto)
Además de la belleza inherente del Sahara, los desiertos occidentales egipcios reúnen suficientes elementos de interés como para ser punto de atención de más turistas. Sin embargo, la fastuosidad de los faraones y la exigencia de una buena logística para adentrarse en tan hostil ambiente lo dejan para los más aguerridos viajeros.
Sergi Ramis / La Vanguardia