Amor y música en tiempos de guerra fría
Año 1954. Una mujer y un hombre bailan borrachos, ajenos al mundo, en un club de París. El roce ardiente del saxo de Charlie Parker les empuja a perderse en su huida hacia sí mismos, en la promesa renovada que da el contacto físico, en la bella mentira que regala una canción surgida en mitad de una noche improvisada. El mundo está en plena guerra fría, pero ellos están exiliados del mundo. Al menos, lo están mientras dura la música.
Son Joanna Kulig y Tomasz Kot en Cold War, la película de Pawel Pawlikowski. Dos personas embriagadas por la música, esa melancólica sinfonía que une a los seres desprevenidos, incluso en las más extrañas circunstancias. Como cuando él, casi una década antes, en 1945 en Polonia, se enamora de ella. Mayor que esa chica rubia de mirada herida, examinándola como un burócrata, le pide, fascinado y sin atender a sus papeles, cantar otra vez sin su compañera, sola. Esa chica le parece especial, le atrae de ella ese “algo salvaje” que le cuenta a la otra examinadora de gesto impasible. Ese algo que es, en realidad, la libertad de su canto, como una fantasía dentro de una sociedad gris, regida por innumerables normas, abocada al puño de hierro del nuevo régimen comunista. Nace en ellos un romance en las sombras, detrás de los telones de acero.
Cold War narra la vida de un amor imposible, pero también muestra cómo la música siempre es el refugio de los amores imposibles. Sucede en varias ocasiones en la película. Cuando él amenaza con irse la primera vez sintiéndose traicionado, ella se tira al agua y se pone a cantar. Cuando él piensa en ella, despatriado de su tierra natal y de sus labios, aporrea el piano poseído en su rabia. Cuando ella se siente incomprendida por él en el ambiente impostado de París, se pone a bailar rock and roll como si no hubiese un mañana. Y, a decir verdad, nunca lo hay entre ellos. Por eso, en Cold War la música es determinante, fluyendo elegante y emotiva, incluso cuando hay distancia entre ambos, como un hilo conductor que les diese el tiempo y el lugar que siempre les falta. Que les faltó desde el primer día.
Ambos son presas de aquello que Kafka llamaba “el silencio de las sirenas”. Eso que sucedía cuando los viajeros no se volvían locos por el canto cautivador de las sirenas sino por el silencio que estas dejaban en sus vidas. O como escribía Dorothy Parker en uno de sus cuentos: “Al ver que no sonaba el teléfono, supe de inmediato que eras tú”. Como cuando la otra persona no te habla porque no está y empiezas a hablarte tú mismo. No te besa porque no está y empiezas a ser un rastrojo de ti mismo.
A través de cigarrillos que se consumen en un hipnótico blanco y negro o de gestos que se encuadran con una hermosura propia del cine clásico, Cold War muestra también los silencios del amor imposible. Muestra a una mujer y a un hombre queriéndose y deseándose en su romance exiliado, chocando en tierra de nadie. Dos seres que se amaron desde el primer día en la imposibilidad y que desde entonces ya no pueden hacerlo de otra manera, predestinados a no saber amarse en la posibilidad, al igual que ese tornillo que no encaja en su sitio, aún se ponga cuerpo y alma en enroscarlo.
Cold War es la historia de un amor exiliado, pero con su propia melodía. Una mujer y un hombre bailando en París en 1954, pero también abrazados en Varsovia en 1960. Un amor que pervive en tiempos de guerra fría. Un amor que es como la “ternura magullada” con la que definieron la música triste de Chet Baker. Un amor devastado, pero bello, invadiéndote en la noche más oscura, liberándote de la realidad con su sonido. Un sonido como de otro mundo.