¿Y tú sólo escuchas música clásica?

¿Y tú sólo escuchas música clásica?

La pregunta que introduce este “post” forma parte del repertorio de resistencia de los melómanos, constreñidos tantas veces -y cada vez con más pereza- a justificar nuestra desviación, como si la devoción a la música clásica fuera una patología. O una anomalía, tal como se desprende de los hábitos de los asesinos en serie en las películas sofisticadas al estilo de El silencio de los corderos. La melomanía es un rasgo inquietante, una actitud sospechosa.

El malentendido proviene en primer lugar de la restricción semántica y hasta conceptual de la “música clásica”, toda vez que se opondría a la “música moderna” vigente como una suerte de posición arcaica, beligerante, conservadora. Paradójicamente, es muy poco moderna la música moderna en sus limitaciones rítmicas, melódicas, armónicas, dinámicas. Es muy poco moderna en su cromatismo, en su complejidad, en su arquitectura, en su precariedad interpretativa, pero prevalece un automatismo identificativo entre lo actual y lo moderno que degrada, por añadidura, la modernidad de la música pretérita.

No me parece que la humanidad haya sobrepasado la atemporalidad metafísica de Bach, la hondura estética de Mozart en su humanismo ni el cráter incandescente de Beethoven. Su modernidad es irremediable, como sucede con Wagner en la exploración de la tonalidad y como le ocurre a Berg en su desgarro expresionista. Escuchar “música clásica” no implica balancearse en una mecedora en el trance del amanecer o ponerla de fondo mientras se estudia geología. Lejos de un rasgo conservador, supone una experiencia profunda, por no decir extrema. Placentera y dolorosa. Hedonista y espiritual. Lúdica y exigente.

La propia definición de “música clásica” representa una indefinición. De hecho, el adverbio equívoco que se aloja en escuchar “sólo” música clásica le supone al melómano interesarse desde el tetragrama de Guido d'Arezzo (siglo XI)  -no es cuestión remontarse a los crótalos del antiguo Egipto- hasta el último estreno de George Benjamin (2018). Música contemporánea y moderna, ésta última, como la de Kurtag o la de Widmann. También actual. Y demostrativa de cuánto resulta insólito relacionar la música clásica con la metáfora de un paseo en calesa o con un periodo, el ortodoxamente clásico, que transita entre el barroco y el romanticismo.

No tendríamos años de vida suficientes los melómanos para escuchar toda la obra de Telemann. Y no digo que sea necesario consagrarse al repertorio del compositor alemán. Digo que los melómanos estamos abrumados y urgidos por la música aún pendiente sabiendo que es inabarcable. Digo que nuestro compromiso con la música, con sus extrapolaciones culturales -el arte, la literatura, el cine...- y con sus obligaciones sobrentienden una manera de vivir. O hacen más dichosa la existencia en una consagración absoluta.

No incluyo en esta categoría a los melómanos que anteponen el rito social ni a quienes todavía cosideran a Schoenberg un compositor contemporáneo. Entiendo que el dogmatismo de la atonalidad y el hermetismo de algunas vanguardias han desorientado al aficionado que tararea de Verdi en la ducha, pero este proceso de resistencia al lenguaje “moderno” es más difícil encontrarlo en otras disciplinas y conspira en la absurda dimensión restringida de la “música clásica”.

Ya me gustaría escuchar “sólo” música clásica. No puedo hacerlo. El hábitat en el que me desenvuelvo, como el de cualquier otro sujeto de mi situación, se resiente de una indescriptible contaminación sonora -melófoba- y de una intimidatoria cultura dominante. No hay escapatoria a la canción de moda, al pop de coyuntura, al fenómeno del verano ni al grupo de invierno. Conozco todas las canciones de Shakira. No he podido escaparme de los “temas” de Pablo Alborán. Y vivo en estado de asedio, acaso como un escarmiento a mis perversiones musicales.

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