Una plácida empresa familiar
Faltaba solo, como quien dice, la mesa camilla. El padre venerable y los tres hijos varones: cuatro Velosos alineados en el escenario, como si nos hubiera sido concedido el inalcanzable deseo de colarnos en el salón familiar. Un ambiente distendido, de franca camaradería. Parecen decirnos: nos hemos puesto pantalón largo y zapato cerrado porque veníais vosotros, pero bien podríais habernos sorprendido en sandalias y bermudas. Bueno, en el caso de Tom, el más joven de todos (21 añitos), lo de las chanclas resultó cumplirse en su literalidad. Hay confianza: cuatro sillas, una mesita baja, dos docenas largas de canciones, 2.100 fieles muy receptivos. Una fiesta de apariencia despreocupada, pero con los ingredientes muy calculados para complacer al neófito y sorprender al estudioso, porque el repertorio no era nada evidente.
Veloso y herederos. Una plácida y deliciosa empresa familiar, y entiéndase el sustantivo más por el empeño que por la dimensión societaria. Lucir un apellido tan ilustre debe de suponer un orgullo enorme, sin duda, pero también implicará una cierta cuota de frustración. Pregúntenle a Jakob Dylan, a Dhani Harrison, a Sean Lennon: el espectador siempre guarda en la cabeza al papá; un referente, salvo milagro genético, virtualmente inalcanzable. Por eso este proyecto tiene algo de divertimento afable, de intencionada obra menor. Episodio fraterno para celebrar al patriarca y que este presuma de vástagos talentosos.
El menos conocido es Zeca, 26 años e inédito hasta la fecha, pero que resulta ser dueño de un precioso falsete. El nivel compositivo de su Todo homem pareció casi un balbuceo, y más si Moreno (42 primaveras) aporta su dinámica y pegadiza Um passo a frente a renglón seguido. Incluso Clarão, de Tom, encierra una de esas ruedas armónicas que solo pueden concebir las preclaras mentes brasileñas. Menos mágica que la sutilísima De tentar voltar, nuevo ejemplo de que medio mundo hablaría de Moreno si enarbolara un apellido menos distinguido.
La velada transcurre bajo los patrones de la relajación íntima, como el que canta o tal vez silbe, circunstancia que en labios de Caetano acabará aconteciendo en la delicada Trem das cores y algún otro momento más. Porque la admiración parece sincera, recíproca y multidireccional, aunque confluyan cuatro personalidades, tres generaciones, dos madres distintas para los muchachos. Si hay favoritismos, papá los disimula bien. Y Moreno asume que el primogénito ha de ser también el más elocuente. “La canción es tan buena que puedo sentir el olor de la ciudad”, piropea a su viejo a cuenta de ‘Genipapo absoluto’, oda a ese Santo Amaro de Bahía donde empezó todo.
Al final, la alianza sanguínea se traduce en relajada noche acústica. Con algún sobresalto como la pintoresca Alexandrino, donde Caetano juega con el rap y los ritmos programados mientras Tom se embarca en un simpático baile de pies dislocados. O la oración de Ofertório, que el agnóstico Caetano arma de una sencillez emocionante. Con pocos grandes éxitos en el menú, O leãozinho la asume Moreno, en vez de su mítico creador. “Me lo pidió mi padre y la tuve que aprender, pero mereció la pena”, resume con ese encanto de la gente brillante pero sencilla.
Moreno y papá acabarán bailoteando juntos en escena, un suspiro antes de unos bises inaugurados con esa inolvidable ‘Noche de ronda’ (Agustín Lara). A los 75, Caetano puede que no tenga empuje para afrontar grandes empresas. Pero estos oficios menores suenan a caricia, a regalo con más valor sentimental que monetario. Y esos son los mejores.