Rosendo Mercado: “El rock es mala leche. Y punto”
ESTA ENTREVISTA con Rosendo Mercado (Madrid, 1954) se desarrolla en dos tiempos. Comienza en su casa actual, situada a tres horas de distancia de la capital, en un mínimo pueblo castellano. La exigencia de discreción nos impide dar más detalles, aunque se trata de una vivienda encaramada en una zona elevada. Sus altos muros ocultan sus líneas audaces, su luminosidad interior y detalles como la climatización geotérmica. Conviene recordar que Rosendo viene del underground madrileño, donde participó en grupos malditos como Ñu. Adquirió visibilidad en 1978, al frente del trío Leño, que contaba historias de barrio sobre temas largos de rock áspero. Desde 1984 funciona como solista, encarnando un modo de hacer música en el que potencia un lenguaje coloquial con ocasionales arcaísmos. Tiene una legitimidad que deriva de su falta de pretensiones, de esa timidez nunca superada, de su complicidad con un público que sigue viéndole como el rockero de Carabanchel.
Uno podría pensar que esta mudanza al campo resuelve las dudas sobre la ambigua relación de Rosendo con su ciudad natal, inmortalizada en aquella canción rabiosa de Leño que afirmaba: “Es una mierda este Madrid / que ni las ratas pueden vivir”. Mi familia es manchega y, cuando volvía al pueblo, yo alardeaba de ser de Madrid. Molaba más. Pero en 1978 decir que Madrid era un desastre urbanístico no suponía ninguna postura en contra. Luego me fui reconciliando con la ciudad, aunque tengo que reconocer que he perdido el sentimiento de barrio. Igual hoy tiene más sentido sentirse de pueblo.
Uno no cambia de residencia así como así… En Madrid terminé encerrado entre cuatro paredes. Era imposible salir, cada noche me preguntaban veinte veces lo de: “Rosen, ¿por qué se separó Leño?”. Aparte, me veía raro. Miraba a la gente que vive la noche y pensaba que efectivamente yo podía ser padre de alguno de ellos.
“En los años de la movida llegaron unos críos pintados de colores que querían jubilarnos. Hombre, por Dios, que nosotros estábamos empezando a asentarnos”
¿Y eso le hizo salir huyendo? No. Este es el pueblo de mi mujer, Esther. Queríamos rehabilitar la casa de sus padres y fue imposible, terminamos por construir una nueva. Entre una cosa y otra, 15 años de obras. Aquí están los ahorros de toda una vida.
Puede entenderse la necesidad de pasar inadvertido. Rosendo es inconfundible. Una presa fácil por su afabilidad: “No puedo ir a comprar ropa. Antes de meterme en el probador ya me estoy haciendo selfies con todos los empleados. Me pongo nervioso, pago y me voy. Llego a casa y la mitad de las prendas no me valen”.
Ocurre que ha llegado a encarnar el arquetipo del rockero de barrio. Le dan premios por eso. A ver, me niego a sentirme impresionado por tener una calle o por recibir una medalla. Son cosas que hacen los políticos por su propio interés. ¿El Rey? Lo mismo, saben que soy buena gente y no voy a soltar una burrada.
¿No hay forma de escaparse? ¿Con esta nariz, con estas greñas? Solo me siento libre cuando viajo fuera de España. Y con muchas precauciones, ahora encuentras españoles en todos los rincones. Así que si voy a Francia, me meto por carreteras secundarias. Hace poco toqué en Australia, de chiripa. Allí estuvo en el siglo XIX un misionero gallego, fray Rosendo Salvado. A alguien le pareció simpático que volviera otro Rosendo. Fue divertido actuar ante gente que no sabía quién era yo.
Quiero pensar que el personal también simpatiza con Rosendo por su epopeya artística: su guitarra ceñuda, esa voz astringente. En el negocio del rock español, tan abundante en dramas y frustraciones, resulta estimulante la trayectoria del tipo serio que se mantuvo sin hacer concesiones, ajeno a modas. Y eso que no faltaron ocasiones que empujaban a tirar la toalla. En 1983, cuando decidió romper Leño, descubrió que no le dejaban: según el contrato, la discográfica Zafiro era dueña del nombre y de cualquier música que hicieran sus miembros por separado. Para conseguir la carta de libertad, Rosendo debió renunciar a los derechos que generaban las popularísimas grabaciones del grupo. “Siempre he sido muy inocente. Yo trabajaba como botones en una empresa de la construcción cuando me ofrecieron unirme a Fresa, un grupo de salas de fiesta. Tras un fin de semana de bolos me pagaron 3.000 pesetas. Más de lo que sacaba al mes currando en la oficina. Para disgusto de mis padres, lo dejé todo y me convertí en músico. Lo que no sabía era que eso no se repetiría en meses”.
Un espejismo. Yo era un ignorante, como imagino que todos los demás. Cuando fui a comprar la primera guitarra eléctrica me avisaron de que también necesitaba un amplificador. Luego tuve que aprender sobre los diferentes cables y mil cosas más. A la vez que intentabas sacar acordes para tocar las canciones de otros.
¿Tenía algún modelo a imitar? Hombre, estaba claro que yo no podía ser Jimi Hendrix ni Ritchie Blackmore. Por eso me fijé en Rory Gallagher: un chavalito irlandés, con un pelazo enorme, vestido con camisas de cuadros y tocando una guitarra descascarillada. Más o menos me pareció accesible. Así nació Leño.
¿Leyó el primer contrato antes de firmar? ¡Qué vamos a leer! En Zafiro había gente del Opus Dei, pero vamos, si nos hubieran exigido adorar al diablo, lo habríamos hecho sin dudar. Grabar discos era entrar en otra dimensión, acercarte a tus ídolos.
Pero el contacto de Leño o Barón Rojo con Zafiro era un colega, el locutor Vicente Romero. Les debió avisar de que aquellos contratos encerraban una trampa. Vicente era mayor que nosotros: sabía todo aquello. Más que sus colegas, éramos su negocio. Ahora lo pienso y fuimos unos catetos.
Con todo, Rosendo ha sabido sobrevivir. Ese público al que tanto le debo… No, en serio: me las he visto de todos los colores. He estado en compañías que creían en mí hasta que cambiaban los directivos y eras un apestado. He tenido buenas rachas y, de repente, el mánager se asquea del negocio y lo abandona todo para instalarse en Canarias. Más de una vez he dicho: “Ya no puedo más, lo dejo”.
En la memoria de Rosendo todo tiene un sabor agridulce. El descubrimiento del rock le trae recuerdos de pobreza: “Como no tenía dinero para comprar discos, iba a los coches de choque, donde pinchaban las novedades a todo trapo. Y allí me pasaba las horas”. Tampoco ha superado el disgusto que supuso la movida para los rockeros de su generación: “Llegaron unos críos pintados de colores que querían jubilarnos. Hombre, por Dios, que estábamos empezando a asentarnos. Y tocaban mal, tan mal como nosotros en los inicios. Pero la culpa no era suya, fueron los medios los que querían liquidarnos, devolvernos a la miseria”.
Le cuesta hablar de dinero: “Es un poco indecente, visto como lo está pasando mucha gente”. No quiere recordar cuál es el último capricho que se dio. Su refugio rural no tiene más particularidades que un modesto estudio de grabación. “Y una colección de guitarras que es de risa, cualquier profesional acumula el doble o el triple”. En los tiempos de la cocaína era generoso, compartía con propios y extraños. Pero eso se acabó durante una gira por teatros, cuando descubrió que bajo aquellos focos se veía todo, los rastros de sustancias y los movimientos raros. Dijo que dejaba la coca y hasta hoy.
“Ya no soy el guitarrista marchoso de antes. He sufrido un desgaste brutal. No quiero que el público me mire con pena”
Uno podría ver cierta disonancia entre su existencia plácida y sus letras, cargadas de contenido crítico. Era lo que me salía. No me atrevería a jurar que no tengo ni una canción de amor, pero, desde luego, no se me ocurre ninguna. Para mí, el rock es mala leche. Punto. El mundo está mal repartido; si tienes un poco de corazón te pones a favor de los desheredados y en contra de los infames.
Ya, pero sus textos nunca fueron obvios, no se basaban en eslóganes. Respeto a mi público, no voy a grabar panfletos. Mis oyentes saben descifrar las letras, que son mucho más sencillas de lo que parecen. Lo que pasa es que disfruto utilizando palabras poco comunes, me encanta dar la vuelta a los refranes o a las frases hechas. Tiene algo de juego, pero es un puto sufrimiento. En mi caso, las letras son lo último. Como decía en un tema, “a veces cuesta llegar al estribillo”.
En las estanterías de Rosendo abundan los libros pulcramente ordenados y (compruebo al azar) apenas usados. Reconoce que ha leído pocos: “Un par de cosas de Hermann Hesse; me acuerdo de El lobo estepario, que dio nombre a un grupo que me gustaba mucho, Steppenwolf. También he leído la serie esa del Cementerio de los libros olvidados, de Carlos Ruiz Zafón”. Le sale una sonrisa pícara. “Así no caigo en problemas de plagios ni de influencias raras”.
Cuesta creer que nunca haya estudiado a otros letristas. Bueno, me leí algunas traducciones de Dylan, las que hizo Jesús Ordovás. Había letras donde cada estrofa contaba una historia diferente… ¡O eso me parecía a mí! Aprendí que podías crear un efecto mediante la acumulación de versos dispersos.
¿Cuál es el último artista que le ha llamado la atención? Robe Iniesta, de Extremoduro. ¿Que no sea amigo? Buf, igual hay que retroceder a finales del siglo pasado, estoy pensando en Ben Harper. Me lo descubrió mi hijo. No sigo la actualidad musical, soy un desastre.
Esta entrevista tiene una obligada segunda parte, ahora en un restaurante madrileño. Las circunstancias de la anterior conversación han cambiado radicalmente. De golpe, Rosendo ha anunciado que se retira. La gira de 2018 es la de su despedida. Estamos acostumbrados a artistas que se van y se van y nunca se han ido. Rosendo se ríe. “¡No me extraña! Yo mismo no me lo creo”.
¿Fue una decisión que discutió con su familia? No, yo soy de masticarlo todo durante años. Hay un punto de vergüenza torera, ese miedo a que un día el público me mire con pena. Ya no soy el de antes, el guitarrista marchoso. Esencialmente, he sufrido un desgaste brutal.
¿No se podía resolver con un año sabático? Ya lo he probado y no funciona. Tienes que componer, cumplir con amigos que te invitan a grabar en sus discos. No, hay que parar y disolver la banda. Olvidarse de los bolos, dejar de pensar en el siguiente disco.
Intente explicar la situación a un fan de Rosendo. Le diría que esto no es tan bonito como parece visto desde fuera. Me gusta viajar pero ya no hay alicientes. Te encierras en un hotel y a esperar el concierto. Una vida absurda.
Tal vez le esté pasando factura su purismo. Tras prescindir de los teclados, Rosendo ha trabajado en una formación clásica de trío eléctrico. Un formato exigente: de Eric Clapton para abajo, todos los guitar heroes han terminado contratando a músicos extra, incluyendo otro guitarrista que permita descansar al solista. Para él eso es hacer trampa: “Rory Gallagher siempre iba en trío”.
¿No lo compensa todo el subir al escenario? No siempre. Mis conciertos duran hora y tres cuartos. Nadie se imagina el machaque que sufro. Mis letras no dejan mucho margen para respirar. Si me equivoco en un momento, me quedo encabronado el resto del concierto. Salgo del escenario desencajado. Aunque yo sea el único que se ha dado cuenta, ya me ha amargado la noche.
Tal vez debería buscar otros retos, variar el repertorio. ¡Es que son habas contadas! Veinte canciones y la mitad resultan obligadas. Metes luego cuatro temas del último disco y lo que te queda lo eliges más o menos por capricho o por insistencia de los músicos.
Está siendo demasiado duro consigo mismo. No, no. Recuerdo un concierto de Johnny Winter [el bluesman texano] en Madrid, hace cosa de 15 años. Musicalmente, estuvo impecable, pero era como un cadáver. Algo me pasó por la cabeza: “Yo no quiero terminar así”. Igual yo no he sido tan borrico como él, pero tampoco puedo decir que me haya cuidado mucho.
El rock urbano nacional es, en lo esencial, herencia suya. Y se me ha reconocido, no tengo ningún problema con eso. Hasta ha sido un elemento para mi decisión de retirarme: hay que abrir paso a músicos más jóvenes.
No creo que los Rolling Stones piensen en esos términos. Yo les tengo mucho cariño, pero algo se perdió cuando empezaron a salir con aquellos montajes tan bestias, con muñecas hinchables y fuegos artificiales. Un grupo de rock son tres, cuatro, cinco amigos mirándose a los ojos, compartiendo energía, tirando para adelante. Lo demás es… hojarasca.
Rosendo está metido en la vorágine. Una gira de despedida tiene sus obligaciones: grabación en directo, tal vez un documental, un disco recopilatorio que refleje su trayectoria (“son casi 50 años, ninguna broma”). Al lado, su productor y representante, Eugenio Muñoz, un músico experimental —es la mitad del dúo Mecánica Popular— que hará lo posible para que la marcha de Rosendo sea placentera.
¿Y qué va a pasar al día siguiente de su último concierto? Ya me veo manejando el cortacésped [risas]. Hasta que me aburra y me siente en el estudio de grabación de casa…
¿Pensando en nuevas canciones? No necesariamente. Me han propuesto publicar un libro, lo cual es un disparate, hay cien mil escritores que lo merecen más que yo. Pero probaré, y si no sale nada decente, volveré a escribir canciones. Espero que se puedan tocar de una forma más sencilla. O no, pero que sean diferentes de lo que he hecho hasta ahora.
Así que esta película tiene un final abierto. Todo es posible. Igual he hecho mal las cuentas y en unos años tengo que volver a cantar Loco por incordiar y Maneras de vivir por las fiestas de los pueblos.
Tengo la sensación de que Rosendo es de los que ven el vaso medio lleno. Tampoco es eso. A estas alturas, debo verlo en positivo. He grabado 20 discos de canciones nuevas y sigo siendo el mismo manta que toca la guitarra como Dios le dio a entender. Compongo sucedáneos de blues o reggae, no puedo ir más allá. Soy un currante que solo sabe hacer una cosa y que tuvo la suerte de caer en gracia. En mil momentos esto se pudo torcer y seguro que no estaríamos aquí, hablando de mi vida.