John Carpenter, rey (también) del ‘slasher’ metal
Con coleta, una coleta de impoluto pelo blanco, y bigote, vestido de negro, como un predicador de lo maldito que mascase chicle sin descanso y tendiese a contonearse como si estuviese en un ridículo baile de fin de curso, John Carpenter saltó la tarde del sábado, cuando aún ni siquiera había anochecido fuera, al escenario improvisado en una sala de cine, la sala sede del Festival de Cine Fantástico de Sitges, para interpretar, acompañado de una banda en la que destacaba la presencia a los teclados de su hijo Coy Cornelius, un autohomenaje sonoro retrospectivo. Porque el cine de plano suspendido, cabezas que explotan y niños rubios asesinos del creador de Halloween es también música, y una, sintetizada, ochentera, terrorífica, que, por sí sola, puede llenar auditorios.
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Porque agotaron, los Carpenter, padre e hijo, las entradas para su primer happening en España –nada menos que 1.300, no demasiadas si pensamos en un concierto al uso, pero sí cuando pensamos en una proyección cinematográfica–, una peculiar sesión de slasher metal, que arrancó con una pieza de 1997: Rescate en Nueva York, y Kurt Russell en pantalla. Sí, había una pantalla, y era una que se reflejaba como en un espejo, en un cuadrado, un poliedro, perfecto, y por ella desfilaban imágenes de la cinta a la que la música había servido, en su momento, de sostén atmosférico. Sonriente, Carpenter Padre, señalaba aquí y allá, entre el público, a su próximas víctimas, y a su lado, su hijo, desde su propio planeta, apoyaba el riff maestro que él se encargaba de ejecutar.
No, no se pasó miedo en la sala, aunque la melodía de Halloween –viajando del presente, o futuro, pues la nueva entrega se estrena en una semana, al pasado, de una venerable Jamie Lee de casi seis décadas, a la jovencísima Laurie Strode de 1978–, parte central del curioso espectáculo, a medio camino entre el concierto de butaca y la sesión de cine collage, siempre provocará escalofríos. Sobre todo, se recordó. Sí, tuvo algo de sesión nostálgica, un trance weird hacia el universo Carpenter con parada en clásicos bizarro contestatarios como Están vivos –para cuya interpretación, el director no olvidó calzarse las gafas de sol que Russell lucía en la película– y en pesadillas hipnóticas como El pueblo de los malditos, que no, no está basada en el famoso relato de Stephen King sino en una novela de John Wyndham.
Recordamos, escuchando a los Carpenter, que, antes de convertirse en el paleontólogo más famoso del mundo, cinematográficamente hablando, Sam Neill rodó a las órdenes del tipo que no deja de mascar chicle mientras toca –los teclados, sí– En la boca del miedo, y también que siempre le ha gustado jugar con la idea de que algo anida en nosotros, y es algo horrible (La Cosa), y con tendencia a hincharse y tratar de explotar (Gran golpe en la pequeña China). Aunque no podía hacer mucho más que aplaudir (las proezas sangrientas de sus personajes en la pantalla), atrapado como estaba en la butaca, el público se entregó a la castísima orgía de cine, terror y cintas de casette (sintetizadas) que propuso el maestro, que llegó a tildarlo de “educado” –"Eh, tíos, ¿no os estáis cortando un poco?”–, y que decidió cerrar –en la tanda de bises– con un guiño al maestro Stephen King: su versión de Christine. Carpenter, el eterno maldito, al volante.