“Ahora sí me comería un lechazo asado” (o cómo comprender el sentido de los festivales)

“Ahora sí me comería un lechazo asado” (o cómo comprender el sentido de los festivales)

No comprendo los festivales. Creo que en algún momento entendí para qué servían, o al menos los disfruté, o al menos saqué provecho de ellos, hace casi 15 años, vendiendo entradas falsas y recaudando dinero dentro de una riñonera negra de Extremoduro. La juventud es así de torpemente absurda, ilegal, temeraria. Espero que este crimen haya prescrito. Ahora, la situación es la siguiente: hace 15 años que no voy a un festival y de pronto el destino me ha colocado en medio de 200.000 personas muy apretadas unas contra otras que corean a Bunbury. Y entonces algo en mi cabeza hace clac y comprendo.

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Me explico: solo en un día y medio he visto a 200 adolescentes borrachos enloqueciendo de alegría, como si el chorro de agua de una manguera que la organización del festival ha colocado precisamente para este propósito impacta contra sus cuerpos bailongos. He visto a una chica alternando silla de ruedas y muletas, con sendas cicatrices en las piernas, avanzando hacia un concierto de Bunbury con rostro resplandeciente. He visto a un chico australiano escribiendo a tiempo real en su diario —¡con llavecita!— la emoción que le producía una pinchada de Paco Clavel. Exaltado, me preguntó qué edad tenía ese ser adorable de boa rosa y gafas de plateadas tachuelas. Lo buscamos juntos en Wikipedia. En medio de un esplendoroso concierto de Soleá Morente y Napoleón Solo, una chica, sin dejar de bailar, intentaba cancelar una reserva de cena gritando a su teléfono: "¡Cancelo la reserva del lechazo para seis! ¡Lechazo, seis, no!". He sentido la risa que dan los vídeos de golpes y caídas al ver a una pareja de chicos que, en mitad de una frenética danza al son del concierto sorpresa de Cycle en el centro de Aranda, intentaban besarse sin parar de bailar, haciéndose daño, riéndose y volviéndose a hacer daño al intentar que sus bocas se encontraran.

Camino a la primera jornada multitudinaria en el recinto del festival, cruzando el puente, he escuchado a una mujer de mediana edad diciéndole a su amiga: "¿Entonces a tu hija le gusta el artista este, el Michael (pronunciado Máikel) Erentxun?". En medio del concierto de Bunbury, una curiosa onda expansiva conversatoria extendió, de grupo de desconocidos en grupo de desconocidos, la idea de que Enrique estaba "muy guapo, pero un poco demasiado delgao". Mientras esperábamos a Diego El Cigala, que remoloneó durante más de media hora antes de salir al escenario, unas adolescentes intentaban adivinar la orientación sexual del público, estableciendo una misteriosa clasificación consistente en "guei, superguei, ultraguei, soso, comerrajas y vampira".

200.000

Mientras escribo estas palabras en la mesita de un bar arandino, el Sonorama aún no ha terminado. Es más: no ha hecho más que comenzar. Sólo llevamos dos intensísimos días (un primer día de asentamiento, un segundo de lo que sólo podría denominarse como explosión). En la barra del bar, las tapas van desapareciendo bajo las fauces de festivaleros hambrientos. Ya es de día y aún no han dormido. Los parroquianos habituales, venerables arandinos, los miran con feliz espanto. Cuando se van, uno de ellos me mira con asombro y dice: "La invasión". Otro le secunda: "Dicen que ayer hubo 20.000". "200.000", le corrige un tercero. "Pero nosotros felices, ¿eh?", remarca un cuarto. "Nos han bajado la media de edad en Aranda a mitad. Antes la teníamos en 80 y ahora la tenemos en 30". Se ríen todos.

Cuando al fin salió el artista, con su carisma, su pañuelillo rojo en el bolsillo y su copazo —"será Aquarius", disculpó una señora— con ese rostro siempre a punto del ataque de risa, fue breve (demasiado), pero no se le pudo negar el carisma de dirigir a su orquesta, a su técnico de sonido y a su público —que, encantador, se adelantaba a las letras— como si fuese un tierno padre horrorizado y divertido ante las ocurrencias de sus críos. Si es un jeta, lo cual es bastante probable, es un jeta encantador. En el momento de mayor emoción, una fila más atrás, un señor le dijo a otro, inquieto: "Esto terminará antes de las 11, ¿no? Es que me tengo que tomar el Sintrom".

He visto tropecientas camisas tropicales, cientos de pitillos arremangados, trece chicas disfrazadas de racimos de uvas, un tío con un traje hinchable de tiranosaurio a tamaño natural, gorras con dispensador de cerveza, riñoneras, cientos de hielos deshaciéndose en vasos de litro de tinto de verano, un perro metido a escondidas en una mochila ("le encanta Rozalén", me dijo su dueña), dos bebés bailando A quién le importa, un grupo de candorosas adolescentes acercándose al Punto Violeta (punto para denunciar agresiones sexuales de cualquier tipo) y preguntando: "¿Aquí servís vino? Ah, bueno, es que como tenéis el chiringuito de color morado...".

Y he comprendido que eso es, en esencia, en lo que consiste un festival. Al principio deseaba verlo todo desde una cabaña en un árbol, a salvo de las multitudes. Luego entendí: sin importar del todo el sonido, sin importar demasiado la calidad de la visión, lo fundamental era formar parte de la masa de cuerpos emocionados/desdeñosos, vociferantes. En el Sonorama 2018, en Aranda de Duero, provincia de Burgos, puedo decir que yo, reticente a los festivales, sentí más emoción ante el coro de unos chavales, desgañitándose en un Lágrimas negras desgarrador, de ojos cerrados y puño en el pecho, que ante la actuación del propio Diego El Cigala. Y eso es el Sonorama: un bullir de la energía, de lo que la gente siente escuchando junta, cantando junta, bailando junta.

Cuando me retiro, cruzando el camping por última vez —nunca son horas bajas allí; el camping nunca duerme del todo— escucho a una chica, ebria de fiesta, rota en pedazos, quizás medio sonámbula, decir con un hilo de voz desde el interior de una tienda de campaña: "Ahora sí me comería un lechazo asado".

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